Su
vida en Bárferum transcurría apacible.
Adoraba los amaneceres serenos en los que el viento mecía el sol, acompañándolo
en su despertar, y las nubes jugaban a perseguirse creando figuras imposibles
en el infinito cielo sylviliano.
Con el paso de los años se había
acostumbrado a la soledad. Pocos buscaban su compañía a pesar de que desde niño
había sido un gran conversador y conocía los entresijos de la vida del castillo
mejor que los de su propia existencia. Si hablara y contara sólo una décima
parte de lo que sus tristes ojos habían contemplado, los cimientos del reino se
tambalearían víctimas del mayor terremoto que jamás se hubiera experimentado en
Mundo Conocido.
Su oficio lo obligaba a observar
impasible lo que acontecía a su alrededor sin pronunciarse. Jamás mostraba sus
sentimientos y, mucho menos, su opinión. Gracias
a eso seguía vivo y tenía trabajo.
Trataba de no pensar, de no calibrar las injusticias que el rey Balthuir cometía. No era asunto suyo, ni
siquiera su problema. Él debía ocuparse de obedecer y callar, sólo así
conservaría su hogar y los suculentos alimentos que cada día le suministraban
los criados del rey.
Conforme pasaban los ciclos solares, el
silencio se adueñaba de cada recoveco de su alargado cuerpo. Fueron muchos los
que pensaron que había enmudecido a causa de una enfermedad, pero la verdad era
que su voz se había agotado. Nada podía decir que fuera digno de ser contado,
así que prefirió silenciar el eco de su conciencia para evitar males mayores.
A pesar de todo, a su manera era feliz.
Amaba la paz que lo rodeaba a diario, el silencio, la quietud de su alma, en la
que los remordimientos no tenían cabida pues nada malo hacía, sólo obedecía,
como desde niño le habían enseñado.
El
círculo de sus amistades se fue cerrando hasta que dentro del mismo sólo quedó Adyalef, un anciano que vivía sentado en
una de las calles de la ciudad, esperando la llegada de la fría muerte. Bueno, en realidad su amistad se limitaba a
un intercambio diario de saludos y al agradecimiento que el viejo le ofrecía
cada vez que Thalonx le entregaba
pan, pescado o carne para que se alimentara.
Thalonx
sabía lo suficiente sobre el moribundo Adyalef.
Su vida no había sido fácil. Trabajó en el campo durante toda su niñez y parte
de su juventud, se casó y tuvo tres hermosos hijos, que le ayudaron a montar un
próspero comercio de pieles. La fortuna lo sonreía hasta que un día el rey se
cruzó en su camino. Balthuir le pidió
una extraña piel de oso que uno de sus súbditos lució en su última recepción y
que Adyalef le había vendido. Sin
embargo, no pudo suministrársela porque no le quedaban, lo que provocó la ira
del monarca, que ordenó a su guardia personal quemar el negocio del sylviliano
con su familia dentro. El rey quiso que su desgracia fuera un escarmiento para
que el resto de comerciantes guardaran sus mejores productos para él, con lo
que le obligó a contemplar como su mujer y sus hijos gritaban de dolor al ser engullidos
por las llamas.
Adyalef
jamás se repuso. Se sentaba día tras día frente a su antiguo hogar y lloraba
desconsolado recordando las risas de sus tres hijos. Los vecinos le entregaban comida
y bebida y así fueron pasando los años a la espera de que la muerte lo volviera
a llevar junto a los suyos.
Thalonx
envidiaba su dolor, ya que reflejaba que había amado mucho y que había vivido
una existencia plena que añorar. Él jamás tendría esposa ni hijos, ninguna dama
se atrevía a acercarse a su lado…
Una mañana fría en la que los señores
del viento estaban especialmente enfurecidos, un mensajero lo avisó de que
debía acudir al castillo. Había trabajo. Cuando llegó, halló a Adyalef esperándolo escoltado por dos
soldados. Al parecer lo habían pillado robando unas manzanas, delito suficiente
para que el rey encontrara el motivo que durante años buscó para condenarlo a
muerte.
A pesar de que un verdugo cubría la cara
de Thalonx, el anciano lo reconoció.
Miró sus oscuros ojos y le sonrió satisfecho. Sabía que iba a encontrarse con
su familia. El fornido ejecutor alzó su afilada hacha y, sin dudarlo, sesgó su
cuello. Su cabeza seguía sonriendo cuando rodó por el suelo, arrancando una
lágrima a Thalonx, que, por primera
vez, sintió que su trabajo había servido para algo.