El mar dominaba la vida en Halcoya, una de las aldeas myrthyanas situadas en la costa. Los marineros madrugaban para
sorprender a los peces y atraparlos en sus redes antes de que despertaran. Las
tardes eran de los más pequeños, que aprovechaban el calor vespertino para
remojarse en las tranquilas aguas. Mientras,
las mujeres lavaban en su orilla y los hombres charlaban en la arena al son que
marcaban las apacibles olas.
Pero hoy Adanhia le robaba el protagonismo
al mar. Antes del mediodía uniría su vida a la de Dulkmar. Lo decidió cuando apenas contaba seis años y él le quitó
la muñeca de madera que su padre le había tallado. Entonces quedó prendada de
aquel flequillo lacio que se empeñaba en ocultar sus bellos ojos negros y de la
sonrisa socarrona que dibujaban sus carnosos labios. Era una niña, pero tuvo
claro que quería pasar el resto de su vida enredada en esa peligrosa risa.
Tardó muchos ciclos solares en lograr que se fijara en ella. Dulkmar adoraba a las mujeres, en
plural. El tiempo había sido generoso con él y pasó de ser un niño guapo a
convertirse en el varón más atractivo de las inmediaciones. Su trabajo como
leñador había cincelado sus músculos y dorado su piel, mientras que la
sabiduría de su padre lo había ayudado a convertirse en un hombre de
conversación inteligente, divertida y amena.
Se sabía deseado y lo aprovechaba. Cuántas más mujeres
cayeran presas de sus encantos, más feliz se mostraba él. Adanhia utilizó todas las técnicas que conocía para seducirlo. Fue
dura, indiferente, facilona, divertida, seca, cariñosa e incluso agresiva, pero
de nada sirvió. Él no la veía, y no era porque no fuera atractiva, ya que con
el paso de los años sus pechos y sus caderas adquirieron el volumen que los
hombres consideraban perfecto, por no hablar de su abundante melena negra ni de
sus ojos verdes como las hojas de los árboles en el ciclo inferior.
Pero Dulkmar
no se percataba de sus encantos, sino más bien todo lo contrario; la rehuía, a
pesar de que eran vecinos y estaban condenados a encontrarse. Durante muchos
ciclos solares apenas intercambiaron cuatro frases de cortesía. Por eso, cuando
Adanhia se enteró de que la familia
de su amado estaba hundida, sin medios para tributar al rey ni para hacerse con
los árboles que debían transformar en madera para intercambiarlos por
alimentos, no lo dudó. Habló con su padre y le propuso que les ofreciera lo que
tenían a cambio de su matrimonio.
Dulkmar se resistió, gritó, se enfadó, se
negó y hasta la amenazó, pero sus padres lo obligaron a aceptar con todo tipo
de súplicas y llantos.
Al final, ante la opción de ver a sus envejecidos progenitores
repudiados, sin hogar y mendigando un trozo de pan, accedió.
Hoy es el gran día y su mirada, habitualmente
socarrona y juguetona, se muestra fría como el metal. Llega a la plaza central
de la aldea solo y después del mediodía. No ha ido a buscar a la novia a su
hogar, como manda la tradición. Sus padres se han ocupado y lo esperan con Adanhia, que luce la túnica marfil que
su abuela le tejió para este día cuando aún era una niña y los cordones negros que la madre de Dulkmar llevó el día de su boda. Lleva
el cabello recogido con hermosas flores amarillas y lilas, que realzan sus
hermosos ojos.
Dulkmar no la toma de la mano, como exigen
las normas. Se coloca a su lado malhumorado y con el ceño fruncido. El más
anciano de la aldea lo mira extrañado, pero no pregunta. Los rodea con la red
de pescadores que, según cuentan las leyendas, utilizó el primer hombre que
estableció su hogar en Halcoya,
obligándolos a entrelazar sus cuerpos. Ella sonríe, él se muestra frío como la
escarcha matutina.
El anciano pregunta sus nombres y los de sus padres
para después colocar sobre sus cabezas sendas hojas de abedul y pedir que la
dicha de la fertilidad y la longevidad los acompañe en su deambular por los
senderos de la vida.
Todos aplauden en señal de apoyo y el hombre le
entrega una nueva hacha a Dulkmar y
una rueca a Adanhia.
A continuación retira la red y los lleva de la mano, seguidos
por el resto de aldeanos, hasta su nuevo hogar, en cuya puerta han montado un
banquete para festejar el matrimonio.
La joven es feliz y no lo disimula, charla con unos y
otros, come y sonríe. Cuando nadie la mira, busca a su flamante esposo con la
mirada y lo haya coqueteando con otras mujeres. Mira hacia otro lado y piensa
que debe haberlo malinterpretado, pero al cabo de un rato ocurre exactamente lo
mismo, pero ahora Dulkmar ya no
charla con la mujer del panadero, sino que lo hace con la hija mayor de la
vecina de sus padres. Su marido no se acerca a otros hombres, prefiere la
compañía femenina.
La sonrisa se va transformando poco a poco en una
mueca de disgusto, que se intensifica conforme la noche avanza y el
alcohol libera los instintos más primitivos. Dulkmar no se oculta. De hecho, parece que busca la mirada de su
esposa. Quiere que lo vea, que tenga claro quién es y lo que seguirá haciendo.
Por fin, todos se marchan y los nuevos esposos entran
en su hogar. Dulkmar tampoco le da la
mano para acompañarla. Entran por separado sin mirarse apenas. Ella se dirige
al dormitorio y se desabrocha el cordón para dejar caer su túnica de novia. Él
entra en la estancia y, por primera vez, la mira, sonríe y la besa. La ama con
fruición hasta dejarla exhausta. La sonrisa anida de nuevo en el rostro de Adanhia, hasta que él le dice:
—Te daré lo que quieres siempre que lo desees, pero
nunca serás la única. Si no estás conforme, me marcharé al amanecer y nunca
volverás a verme. No hay engaños, ni mentiras, soy quién soy y no lo oculto.
Ella no respondió, prefirió darse la vuelta y
mantenerse en silencio. En su mente, un pensamiento vagaba libre: —si no eres
sólo mío, no serás de ninguna—
En el rostro de la joven se dibujó una extraña sonrisa
mientras sus manos agarran con fuerza la empuñadura del afilado cuchillo que
escondía bajo la almohada…