El viento que
azotaba el valle hacía que la nieve del suelo se elevara golpeando con fuerza
el rostro de Bárgan, que apenas podía
mantener los párpados abiertos. De reojo miraba a sus oponentes, dos a la
derecha y tres más a su izquierda. Él era el más enclenque de todos los participantes en
aquella prueba y partía con desventaja, pero sin duda el premio final merecía
correr el riesgo. Cerró los ojos visualizando en su mente la imagen de la
colina que debería escalar para conseguir el más preciado de los botines. Un
primer tramo de suave pendiente dónde la nieve alcanzaba un espesor capaz de
ocultar al más fornido de los guerreros. Luego una zona de riscos en cuyos
recodos el hielo realizaba caprichosas esculturas de contornos afilados y, por
último, una empinada ladera dónde varios árboles sin hojas asomaban estáticos
cubriendo con sus sombras la nieve recién caída.
Una multitud
expectante se agrupaba vitoreando y aclamando a los seis aspirantes. Limuj, un joven al que un oso había
arrancado una pierna dos años atrás, levantó una vasija metálica y con todas
sus fuerzas la lanzó contra una piedra cercana haciendo que rebotara con un
estruendoso ruido que marcó el comienzo de la prueba.
Bárgan se deslizó colina arriba con la
velocidad máxima que sus piernas le permitían. En cada paso que daba hundía sus
extremidades hasta la altura de las rodillas, lo que dificultaba aún más la
carrera. Tenía delante a dos de sus oponentes mientras que los otros tres
marchaban tras sus huellas. Su garganta estaba seca y el frío intenso le
impedía respirar por la nariz. Utilizaba las manos para apartar la nieve del
suelo y subir más rápido. Un grito le hizo levantar la vista con el tiempo
justo para apartarse y ver como uno de sus contrincantes caía colina abajo girando
sobre sí mismo como si de una bola de nieve se tratara. En su accidentada
bajada golpeó y se llevó por delante a otro de los participantes que no pudo
esquivarlo. Mientras observaba ambas figuras rodar colina abajo, no se percató de
que otro de sus rivales había llegado dónde él se encontraba y, sin tiempo para
que Bárgan pudiera reaccionar, le
lanzó al suelo hundiendo su cabeza en la nieve y clavando la rodilla sobre su
espalda. Cuando el joven se incorporó dolorido, marchaba en último lugar y tenía
por delante a los otros tres adversarios, que acababan de entrar en la zona de
los riscos helados.
Con un grito de rabia y apretando los dientes con fuerza, Bárgan aceleró su marcha con la mente
puesta en la recompensa final. Tenía que conseguirlo, debía ser él, y no otro,
quién lograra aquel premio. Conforme se acercaba a la cima, la ventisca se
hacía más fuerte. Apenas podía mantener los ojos abiertos. Con uno de los
brazos cubría su rostro, mientras con la otra mano se impulsaba descargando
parte de la presión que ejercían sus piernas. El más alto de sus rivales cayó
exhausto sobre la nieve rindiéndose ante la adversidad del clima y la falta de
fuerzas. Momentos después, un crujido, como el de la rama de un viejo árbol que
se parte separándose para siempre del resto de su existencia, precedió a un
alarido de dolor. Bárgan pudo
observar como la pierna de Reivenj,
uno de los dos contrincantes que quedaban en la carrera, se partía al resbalar
y golpearse contra una gran piedra semienterrada por la nieve.
-
¡Ya sólo queda Tivurz!-,
pensó.
Los dos
oponentes llegaron al unísono a la parte alta de la colina. Allí, a poca distancia, con la visión borrosa por
culpa de la combinación de nieve y viento, vislumbraron el objeto que debían
alcanzar para conseguir la merecida recompensa. Y a unos pasos del preciado
botín, justo frente a ellos, una pareja de lobos descansaba al abrigo de un
grupo de árboles junto a tres cachorros de pelaje gris plata. El más grande de
los animales se incorporó ante la presencia de los contendientes mostrando sus
puntiagudos colmillos mientras dejaba escapar un desalentador gruñido.
Ambos rivales
se miraron durante un breve instante intentando escarbar en los pensamientos
del contrario, buscando ese resquicio de duda o temor que lo llevara al
abandono. Finalmente fue Tivurz quien
agachó la cabeza y se retiró lentamente sin perder de vista los colmillos de
aquella bestia.
Por primera
vez desde que inició la escalada, Bárgan
sintió miedo. Se encontraba solo en lo alto de aquella colina muy lejos de
poder pedir o recibir ayuda. Tan sólo el recuerdo de la recompensa que lo
esperaba al volver lo hizo seguir adelante. Miró fijamente los ojos del lobo
mientras con paso muy lento comenzaba a rodearlo. Despacio, marcando suavemente sus
huellas sobre la nieve, controlando la respiración y los latidos del corazón.
Mostrando descaro a la vez que respeto fue bordeando el área dónde se
encontraba la manada hasta llegar al otro lado. Se agachó lentamente mientras
sacaba de entre las pieles que cubrían su cuerpo un pequeño cuchillo. De un
solo movimiento y sin perder de vista al lobo, que continuaba mostrando
altanero sus colmillos, cortó un pequeño tallo que rápidamente guardó con
recelo. Luego se incorporó y regresó sobre sus pasos alrededor del extrañado
animal que había comenzado a relajarse escondiendo parte de esa mueca de
ferocidad.
Una vez se
hubo alejado de los lobos, Bárgan
comenzó a correr colina abajo tan rápido como sus piernas podían llevarlo. Al
entrar en la zona de rocas, el joven resbaló y cayó clavándose un afilado
fragmento de hielo que asomaba entre dos riscos. A pesar de la herida y la
sangre que de ella brotaba, Bárgan no
paró hasta llegar al poblado dónde lo esperaban exultantes el resto de sus
amigos. Cansado, dolorido, herido y exhausto, el niño, que el día antes había
cumplido nueve años, se fue abriendo paso entre la multitud hasta llegar a una
hermosa muchacha de cabellos rubios y ojos verdes. Luego rebuscó entre sus
ropajes y sacó una pequeña flor de color violeta, la flor del hielo, que sólo
crecía en Kalandrya durante la
temporada de más frío. Extendió su mano y se la entregó a la joven, que
correspondió el regalo con un beso en la mejilla de Bárgan. Todos los presentes vitorearon la acción mientras el héroe
del momento agachaba la cabeza sonrojado y cruzaba sus manos tras su espalda
haciendo dibujos en la nieve con una de sus botas.
Sin lugar a
dudas, el esfuerzo y los peligros sufridos habían merecido la pena por tan
maravillosa recompensa.