El
cielo se tiñó de violeta, algo insólito en aquél ciclo solar. Las nubes
bailaban una danza macabra envolviendo a los pájaros que osaban retarlas con su
vuelo. El viento avanzaba con furia conquistando cada rama y cada tejado,
amenazando con arrastrarlos consigo, como fieles amantes en su caminar por los
senderos del cielo.
La tierra quedó desierta; animales y
humanos se ocultaron en sus madrigueras porque conocían su furia y no deseaban
enfrentarla. El mar ascendía violento. Las primeras aldeas fueron arrasadas en
apenas unos instantes.
La desolación anidó en el alma de A’llyon con la misma potencia con la que
el azul marino se apoderaba de las plantaciones de los hombres. Ella lo
abandonó con la fría noche y dejó el lecho que compartían caliente por el roce
de su piel. Las palabras no lo habrían consolado, pero ella ni siquiera las
pronunció. Le escupió sus silencios a la cara, como el más doloroso de los
reproches. Su ropa quedó allí, como mudo testigo del dolor que a partir de
entonces anidaría en sus sueños e ilusiones de un futuro compartido.
Ella ansiaba lo desconocido,
perseguía quimeras en forma de viajes y territorios inexplorados. Él estaba
atado a aquella isla, que respiraba a su compás. Si A’llyon era feliz, las plantaciones crecían con frutos
espectaculares. Cuando él estaba cansado, una bruma gris se apoderaba del cielo
y los arroyos ralentizaban sus corrientes dejando a los peces sin fuerza para
avanzar en su peregrinar hacia el mar. Los días en que A’llyon se enfadaba, la tierra dejaba de producir, los animales se
ocultaban en sus cuevas y el sol era sustituido por negras nubes de tormenta.
Nunca le explicaron los motivos de
su especial vínculo con la isla, pero sí le advirtieron que si un día partía,
el volcán que dominaba aquel pequeño archipiélago estallaría destruyendo todo
lo que encontrara a su paso. La lava lo perseguiría allí donde se ocultara,
amenazando la estabilidad de Mundo
Conocido.
Por mucho que A’llyon trató de explicárselo, ella se negó a escucharlo. Quería
irse a pesar de que nada le faltaba en aquel maravilloso rincón. Los habitantes
de la isla les regalaban lo mejor de sus cosechas y de sus producciones de pan
y de ropa, porque sabían que dependían de él.
A’llyon
nada les pedía porque le bastaba su compañía para ser feliz. Sin embargo, hoy
nada lo consolaba. Su vida escapaba con cada paso que ella daba hacia lo
desconocido. Las lágrimas brotaban de sus ojos lentas y acompasadas, nada que
ver con la torrencial lluvia que estalló cuando la primera gota se derramó por
su mejilla.
Muchos llamaron a su puerta para
tratar de calmarlo, sin éxito. A nadie quería ver, no deseaba esperanzas infantiles
que a nada conducían, sólo ansiaba ahogarse en aquel dolor y que la vida
acabara de una vez por todas.
Y, cuando todo parecía perdido, la
puerta de su hogar se abrió. No, no era ella quién cruzó el umbral, sino una
anciana de pelo cano y mirada perdida. No parecía desvalida. Sus piernas eran
fuertes, aunque su espalda estuviera encorvada, y su caminar era decidido. Se
dirigió hacia A’llyon y, con un
fuerte golpe de su bastón, lo dejó sin sentido. La tormenta cesó, el viento se
calmó y el mar retrocedió dejando tras de sí una estela de destrucción.
La anciana pronunció un conjuro
ancestral en un susurro negro y sucio, dejando a A’llyon atrapado en el mundo de los sueños.
Ahora, el destino de la isla
dependía de ellos. Si las pesadillas eran dominantes, el tiempo se torcía y las
cosechas no fructificaban, cuando los sueños eran dulces, la tierra lo
agradecía y el sol lucía firme y feliz…