Viajeros de Mundo Conocido


Este blog pretende poner al seguidor de El Heredero de los Seis Reinos en contacto con los personajes, territorios, historias y tramas que envuelven esta saga de fantasía. Con una periodicidad semanal se subirán relatos y leyendas que tendrán como protagonistas a personajes y hechos que irán apareciendo en las novelas de forma secundaria. Sin duda, el blog Historias de los Seis Reinos será siempre un punto de referencia al que acudir.

lunes, 17 de noviembre de 2014

Relato nº 85 La isla de A´llyon



El cielo se tiñó de violeta, algo insólito en aquél ciclo solar. Las nubes bailaban una danza macabra envolviendo a los pájaros que osaban retarlas con su vuelo. El viento avanzaba con furia conquistando cada rama y cada tejado, amenazando con arrastrarlos consigo, como fieles amantes en su caminar por los senderos del cielo.


            La tierra quedó desierta; animales y humanos se ocultaron en sus madrigueras porque conocían su furia y no deseaban enfrentarla. El mar ascendía violento. Las primeras aldeas fueron arrasadas en apenas unos instantes.

            La desolación anidó en el alma de A’llyon con la misma potencia con la que el azul marino se apoderaba de las plantaciones de los hombres. Ella lo abandonó con la fría noche y dejó el lecho que compartían caliente por el roce de su piel. Las palabras no lo habrían consolado, pero ella ni siquiera las pronunció. Le escupió sus silencios a la cara, como el más doloroso de los reproches. Su ropa quedó allí, como mudo testigo del dolor que a partir de entonces anidaría en sus sueños e ilusiones de un futuro compartido.

            Ella ansiaba lo desconocido, perseguía quimeras en forma de viajes y territorios inexplorados. Él estaba atado a aquella isla, que respiraba a su compás. Si A’llyon era feliz, las plantaciones crecían con frutos espectaculares. Cuando él estaba cansado, una bruma gris se apoderaba del cielo y los arroyos ralentizaban sus corrientes dejando a los peces sin fuerza para avanzar en su peregrinar hacia el mar. Los días en que A’llyon se enfadaba, la tierra dejaba de producir, los animales se ocultaban en sus cuevas y el sol era sustituido por negras nubes de tormenta.

            Nunca le explicaron los motivos de su especial vínculo con la isla, pero sí le advirtieron que si un día partía, el volcán que dominaba aquel pequeño archipiélago estallaría destruyendo todo lo que encontrara a su paso. La lava lo perseguiría allí donde se ocultara, amenazando la estabilidad de Mundo Conocido.

            Por mucho que A’llyon trató de explicárselo, ella se negó a escucharlo. Quería irse a pesar de que nada le faltaba en aquel maravilloso rincón. Los habitantes de la isla les regalaban lo mejor de sus cosechas y de sus producciones de pan y de ropa, porque sabían que dependían de él.

            A’llyon nada les pedía porque le bastaba su compañía para ser feliz. Sin embargo, hoy nada lo consolaba. Su vida escapaba con cada paso que ella daba hacia lo desconocido. Las lágrimas brotaban de sus ojos lentas y acompasadas, nada que ver con la torrencial lluvia que estalló cuando la primera gota se derramó por su mejilla.

            Muchos llamaron a su puerta para tratar de calmarlo, sin éxito. A nadie quería ver, no deseaba esperanzas infantiles que a nada conducían, sólo ansiaba ahogarse en aquel dolor y que la vida acabara de una vez por todas.

            Y, cuando todo parecía perdido, la puerta de su hogar se abrió. No, no era ella quién cruzó el umbral, sino una anciana de pelo cano y mirada perdida. No parecía desvalida. Sus piernas eran fuertes, aunque su espalda estuviera encorvada, y su caminar era decidido. Se dirigió hacia A’llyon y, con un fuerte golpe de su bastón, lo dejó sin sentido. La tormenta cesó, el viento se calmó y el mar retrocedió dejando tras de sí una estela de destrucción.



            La anciana pronunció un conjuro ancestral en un susurro negro y sucio, dejando a A’llyon atrapado en el mundo de los sueños.

            Ahora, el destino de la isla dependía de ellos. Si las pesadillas eran dominantes, el tiempo se torcía y las cosechas no fructificaban, cuando los sueños eran dulces, la tierra lo agradecía y el sol lucía firme y feliz…


lunes, 3 de noviembre de 2014

Relato nº 84 Justicia utsuriana



Dos mazorcas de maíz por un trozo de pan. Ese era el trato. Por mucho que intentó convencer al joven panadero de que le cambiara la hogaza por una piel de oso, cuyo valor era muy superior al estipulado, no hubo posible negociación ni regateo.
          — Si quieres el pan, cambia tu piel de oso por maíz a cualquiera de los comerciantes que hay fuera —decía una y otra vez el artesano de la harina.
            — Pero si te doy la piel de oso, obtendrás muchísimas mazorcas a cambio y yo me ahorro tener que negociar —insistía el guerrero, que estaba hambriento y ansiaba echarse un trozo de aquel sabroso manjar a la boca.
            Habían entrado en una discusión redonda, en la que cada uno defendía su postura sin plantearse siquiera que el otro tuviera algo de razón.
            El guerrero utsuriano no estaba acostumbrado a la justicia kalandryana. En su tierra existían las monedas y todos trataban de engañar para cobrar un importe muy superior al justo. Sin embargo, en aquella tierra helada se respetaba el valor de las cosas hasta extremos insospechados. Nadie quería beneficiarse de los trueques, sólo obtener lo que les correspondía. Si regateaban, era porque discrepaban de la calidad de las pieles o de los productos, nunca porque trataran de engañar a sus vecinos.
            Aquella justicia lo exasperaba. Tampoco había podido comprar la lealtad del jefe del clan, a pesar de que le prometió riquezas insospechadas y manjares que sus brutas fauces jamás habían degustado. Se mostraban incorruptibles. Querían vivir tranquilos, era lo único que les importaba.
            Sus casas variaban de tamaño en función del número de hijos, nunca de la posición social que ocupaban. Sus ropas se confeccionaban con pieles, desde el más humilde campesino, hasta el jefe del clan. Su máximo objetivo era estar en paz y disfrutar de la belleza de aquellos paisajes nevados.
            Para el guerrero, acostumbrado a la sordidez, la envidia y la lucha de poderes utsuriana, aquella mojigatería le resultaba insoportable. Debía abandonar aquellas tierras lo antes posible para continuar su camino y cumplir con su misión, o tanta bondad le iba a devorar las entrañas. Así que, sin dudarlo, sacó su espada, cortó el cuello a aquel estúpido panadero y se llevó las hogazas que tanto ansiaba.
            Al salir, limpió la afilada hoja de su acero y sonrió satisfecho, observando como la sangre del justo kalandryano alcanzaba el portal de su hogar.
            — Tenías que haber aceptado mi oferta —pensó…