Analdia, Xildra y Kanimed nacieron
con apenas un suspiro de diferencia. A pesar de su delicada y extrema delgadez,
arrebataron a su madre las últimas fuerzas que le quedaban y la dejaron
exhausta y al borde de la muerte. Pero el destino fue benévolo con ella y le
permitió vivir para ver crecer a sus hijas, aunque débil y postrada en una
cama.
Un ama de cría fue la encargada de
amamantarlas. Por turnos se agarraban a sus pechos alternándolas con sus hijos
varones, Dhulrán y Faruet. Los cinco crecieron juntos pero
distantes. Cuando nadie los veía compartían juegos y confidencias, pero ante el
padre de las tres nobles jóvenes, o cualquier otro habitante del reino, se
ignoraban para evitar odiosas reprimendas.
El ama se ocupó de las tres chicas
como una madre, ya que la verdadera jamás les perdonó que le arrebataran su
juventud y sus ganas de vivir en el parto. Las educó como auténticas señoritas,
enseñándolas a respetar a sus mayores, a obedecer las normas de su reino y de
su padre, a mostrar siempre unos modales impecables y a someterse a los
designios de los Señores del Viento.
Dhulrán
y Faruet las espiaban constantemente,
por lo que aprendieron más de geografía e historia que lo que correspondía a
los jóvenes de su estatus. Por no hablar de su manejo del lenguaje y de la
escritura, ya que el tutor de las tres jóvenes los invitaba a sumarse a las
clases cuando nadie los veía, a lo que ellos accedían sabedores de que si se
negaban no podrían estar con ellas en lo que quedaba de día.
El paso de los años fue fugaz y
feliz para los cinco jóvenes. Se enfrentaron a la madurez juntos. Ellos
entraron en la guardia personal del rey y ellas comenzaron a recibir a insulsos
pretendientes que no satisfacían los deseos de ninguna de las tres.
Conforme pasaban los ciclos solares,
la presión de su padre aumentaba. Quería casarlas cuanto antes para estrechar
lazos con otros señores, a ser posible los más poderosos, y tener nietos
varones que garantizaran su linaje.
Ellas comparaban a cada uno de los
pretendientes con Dhulrán y Faruet y ninguno lograba ni siquiera
acercárseles. El que no era feo, carecía de inteligencia, por no hablar de los
antipáticos que adolecían de sentido del humor. Así se lo hacían saber a su padre,
que iba perdiendo la paciencia con cada crítica que ellas enarbolaban.
Hasta que llegó su 16 cumpleaños y
el progenitor les anunció que habían terminado las visitas de los
pretendientes. Las tres saltaron de alegría al unísono, convencidas de que por
fin había entrado en razón y las dejaría elegir con libertad. Pero su ilusión
se rompió en mil pedazos cuando el noble acabó su discurso. Las había
comprometido con tres parientes del rey, las bodas se celebrarían durante el
ciclo solar inferior, en el castillo del monarca. Se trataba de tres hombres
que superaban la treintena, ancianos a los ojos de las jóvenes.
Su padre no modificó su postura a
pesar de que ellas mostraron su rechazo día y noche, dejaron de comer y se
encerraron en su dormitorio durante largas jornadas. Tres días después del
anuncio, les exigieron que se arreglaran porque sus prometidos acudirían al
castillo a conocerlas. Las tres se vistieron de amarillo, el color de la
alegría, según su padre, y esperaron pacientes en una sala. Para evitar que
huyeran o montaran alguna algarabía indebida, el noble hizo que dos guardias
las acompañaran, Dhulrán y Faruet.
La tristeza dominaba la sala.
Ninguno de los cinco se atrevía a pronunciar palabra, hasta que Kanimed, la más pequeña de las tres, rompió
el silencio anunciando su intención de huir. No estaba dispuesta a contraer
nupcias con un señor maduro, que probablemente habría tenido otra esposa y
quizás contara con hijos de su misma edad. Esa no era la vida que quería.
Estaba dispuesta a huir en dirección a Myrthya,
el reino del Arco Iris, donde viviría feliz entre flores y verdes campos.
Dhulrán
sonrió al escuchar su descripción y raudo se mostró dispuesto a acompañarla.
Sus hermanas tardaron poco en sumarse a la aventura, al igual que hizo Faruet.
Planificaron una escapada
espectacular, que incluía el robo de cinco corceles y de alimentos para varios
días. Las chicas querían llevar varios baúles con sus joyas y vestidos
preferidos, por no hablar de sus libros y juegos… Tampoco querían dejar atrás
sus peines de nácar, ni sus zapatos fabricados en Zirwania, con conchas de las islas.
Dhulrán
y Faruet trataron de explicarles que
no podían cargar con tantas pertenencias porque carecían de hogar en Myrthya, que durante un tiempo tendrían
que comerciar con lo que pudieran llevarse para conseguir alimentos y cobijo, y
que después, con suerte, se harían con un trozo de tierra que trabajarían
juntos para construir una humilde cabaña que convertirían en su nuevo hogar.
La alegría abandonó poco a poco el
rostro de Kanimed. El trabajo no
entraba en sus planes, y mucho menos el renunciar a sus bellos vestidos y a la
delicadeza de sus manos. La idea romántica de huir incluía la vida en un nuevo
castillo con sus dos grandes amigos, pero eso era algo que ellos no le podían
ofrecer.
Mientras desmembraba estos
pensamientos, entró su padre con los tres pretendientes, que sonrieron al
contemplar la belleza de las jóvenes. Ellas correspondieron con reverencias y
rubor en sus mejillas, al tiempo que se deshacían en cumplidos ensalzando la
caballerosidad y galantería de sus futuros esposos.
Por su parte, Dhulrán y Faruet
retrocedieron sin hacer ruido hasta llegar a la puerta. Cabizbajos, abandonaron
la sala asumiendo que aquel había sido el final de una larga amistad…