Caminar solos era parte de la aventura.
Adentrarse por las Montañas del Abismo
con sus caballos como única compañía era probablemente la última locura que
cometerían en sus vidas. El final se acercaba y eran conscientes de ello. No
había marcha atrás; la decisión estaba tomada y sellada por el abrazo de su
padre.
Farantull
y Melderén partieron de madrugada,
cuando todavía la noche dominaba el cielo con su oscuridad. Tenían claro cuál
era su destino y, a pesar de que no les gustaba, lo acataban con la resignación
propia de los cochinos que van al matadero antes de que el ciclo solar superior
comience.
La
noche anterior habían bebido hidromiel hasta perder el sentido. Un grupo de
amigos irrumpieron en su casa y se llevaron a los dos hermanos a merodear por
diferentes tabernas de las aldeas cercanas. Farantull
despertó en una cuadra con una gran boñiga de caballo como almohada. Melderén tuvo mucha más suerte, ya que
fue a parar al rincón de los burros, que lo acurrucaron como si de una amante satisfecha
se tratara.
Dos
meses atrás habían sellado su destino. Juntos, como casi todo lo que hacían,
pactaron inconscientemente el final de su libertad guiados por los consejos de
sus padres. Sabían que el día llegaría y deberían cumplir su palabra como
buenos hijos de Kalandrya. Atrás
quedaban las aventuras, las risas, las juergas hasta altas horas de la
madrugada, las mañanas tirados en sus jubones sin nada que hacer, las horas
muertas jugando y las largas partidas de caza.
Habían
apostado y perdieron. Quizás por eso eligieron el camino más largo para
enfrentarse a su destino. Las Montañas
del Abismo eran famosas por su fiereza, y preferían morir allí, entre sus
nieves eternas, que alcanzar su objetivo.
Pero
parecía que los espíritus de la tempestad se habían confabulado en su contra ya
que, por imposible que pareciera, el sol había retomado su reinado tras días y
días de permanecer oculto tras las nubes. El viento también les había
abandonado, permitiéndoles alcanzar su meta, más allá de las montañas.
Tardaron
dos días en llegar y, cuando lo hicieron, parecían dos mendigos abandonados a
su suerte, pero allí estaban para sellar su destino. Sus verdugos les esperaban
en el altar del sacrificio con vestimentas nupciales. No había forma de
escapar. Eran kalandryanos de palabra y cumplirían su promesa.
Farantull y Melderén atravesaron con paso dubitativo aquél túnel de hachas y espadas
formado en las afueras del templo. Se miraron circunspectos, tragaron saliva y,
juntos, se enfrentaron a las dos gemelas con las que se prometieron meses
atrás.
No
había escapatoria posible. Era el final, y lo sabían.