La sangre
brotaba de la herida de su ceja cegándolo por completo. No podía vislumbrar
nada más allá de aquellas sombras rojas. Sólo escuchaba el ensordecedor
sonido de las espadas y el relinchar de los caballos. Intentó ponerse en
pie pero algo se lo impedía. Una vez más, pasó la manga de su camisa por su
rostro con la esperanza de limpiar sus ojos, pero aquel líquido rojizo y denso
volvía a cubrirlos de inmediato. La brecha debía ser bastante profunda, aunque
curiosamente no sentía ningún dolor, sólo mareo. Llevó sus manos hasta sus
piernas para palparlas y comprobar qué era lo que les impedía moverse. El tacto
le reveló la existencia de un cuerpo, quizás un cadáver, no podía saberlo.
Al limpiar de nuevo sus ojos pudo
atisbar en apenas un instante un hombre sin cabeza descansando sobre sus
extremidades inferiores. De nuevo el rojo de su sangre se convirtió en lo único
que podía ver.
Aquella batalla era absurda. Estaba
perdida de antemano y, tanto él como sus compañeros, lo sabían. Nada podían
hacer unos pobres aldeanos contra las tropas utsurianas pero habían decidido
resistir y allí estaban.
No sabía por qué aquellos guerreros
habían desembarcado en Urutlandia
cerca de su aldea, pero sí tenía claro que no debían facilitarles el paso.
Habían enviado un emisario hasta Bárferum
para informar al rey, pero no llegó respuesta.
Los utsurianos permanecieron
tranquilos durante una jornada completa, como si esperaran órdenes. Al segundo
día iniciaron la marcha. Estaba claro que no contaban con hallar
resistencia, no sabían de la valentía del pueblo sylviliano, dispuestos a
defender su tierra contra viento y marea, aunque no tuvieran más armas que
viejas espadas oxidadas y los utensilios que utilizaban en sus labores
agrícolas.
La mañana se había presentado fría,
sobre todo tras la noche en vela que habían sufrido a la intemperie. Las
mujeres que necesitaban amamantar a sus bebés y los niños habían abandonado la
aldea la tarde anterior. El resto permaneció allí, dispuestos a enfrentar a la
misma muerte.
La batalla fue rápida, ruidosa y
sucia. En nada se parecía a las luchas heroicas que cantaban los juglares. No
había dignidad en las peleas. No se esforzaban por lucir sus mejores envites.
Sólo atacaban con todas las fuerzas que sus cuerpos acumulaban con el objetivo
de ensartar a sus enemigos y enviarlos de nuevo a su tierra, a ser
posible, calcinados en el fuego de la muerte.
Los utsurianos tampoco impregnaban
de honor sus ataques. Sólo querían destruirlos porque eran un estorbo en su
camino, al igual que se aparta una mosca que trata de acercarse al pan untado
con miel.
El peso cada vez era mayor, al igual
que la oscuridad. Ni siquiera podía permanecer sentado porque habían echado
algo sobre su pecho, al parecer, otro cadáver, y otro… Hasta que respirar fue
una misión imposible.
Antes de que perdiera el
conocimiento sintió un calor extremo y la certeza de que lo estaban quemando
junto al resto de aldeanos muertos. El final había llegado y nada tenía de heroico
ni de caballeroso.
Los utsurianos los habían eliminado,
abriéndose paso hacia el Bosque de
Tanalkar. Quizás los ulldos puedan resistirlos más tiempo.
El fuego los consumió elevando una
columna de humo que sirvió de advertencia al resto del reino.