Los cúmulos de
blancas nubes sobre la lejana Kalandrya
presagian el comienzo del ciclo solar superior. Pronto el frío llegará y
las primeras nieves cubrirán las cimas de las Montañas Sonoras. Los árboles del Bosque de las Melodías dejarán caer sus hojas fabricando el manto
que durante la estación gélida envolverá el suelo de la inmensa arboleda y el
colorido que las flores aportan a las llanuras de Myrthya se apagará como la llama que no consigue resguardarse del
viento. Los campos se ararán para volver a ser sembrados y los frutales
dormirán a la espera de brisas más suaves. Pero esos cambios están por venir y
todavía es posible disfrutar en el reino del arco iris de la calidez de un clima
envidiado en todo Mundo Conocido.
Y precisamente
disfrutar y divertirse es lo que mejor sabe hacer el joven Cóyal. A sus dieciséis años, es un auténtico espíritu nervioso
incapaz de mantenerse quieto ni un solo instante. Su mente siempre viaja medio
día por delante de sus acciones y la palabra sosiego no forma parte de su
vocabulario. Vive con su familia en una pequeña granja junto al río Kivolea, entre la aldea de Ilurbia y la ciudad de Kur-Lantadia. Es el mayor de tres
hermanos y en estos días se encuentra solo en casa ya que su familia al
completo ha acudido a Myrthelaya para
participar en los Juegos de la Memoria.
Dos semanas enfermo lo han dejado muy débil, impidiéndole competir este año en
el evento más importante de todo el reino. No ha tenido más remedio que
quedarse al cuidado de los animales mientras sus hermanos y sus amigos se
divierten en el castillo del rey Tarákil.
La tarde
comienza a refrescar y el joven acaba de guardar dos enormes bueyes en el
establo. Al salir se topa de bruces con Adnya,
una hermosa mujer de ojos claros y curvas exuberantes que vive muy cerca de la
granja. Su marido e hijo también han viajado a Myrthelaya.
— ¿Cómo estás, Cóyal? —pregunta amablemente la campesina. — ¿Has tenido noticias de tus padres? ¿Necesitas algo?
— ¿Cómo estás, Cóyal? —pregunta amablemente la campesina. — ¿Has tenido noticias de tus padres? ¿Necesitas algo?
— Estoy bien, gracias —contesta formalmente el muchacho. — Aún no han regresado de los juegos, supongo que tardarán todavía un par de días más.
Con una
sensual sonrisa, la mujer se despide y prosigue su camino en dirección al río.
En una de sus manos lleva una cesta por la que asoma, a través de un pequeño
agujero del lateral, la manga de un vestido blanco. En la otra porta un pequeño
ramillete de flores lilas que va recogiendo en los márgenes del sendero.
Cóyal se queda junto al establo
observando el contoneo de aquellas espléndidas curvas. Sabe perfectamente a
dónde se dirige. La había visto hacer ese camino en muchas ocasiones y siempre
había fantaseado con sus amigos con la idea de seguirla y espiarla. Pero ahora
no hay amigos, ni familia, no hay nadie. El joven entra en casa con celeridad y
se cambia de blusón. Luego atraviesa a la carrera un campo de cebada y en menos
tiempo de lo que se tarda en llenar un cubo de leche recién ordeñada se encarama
a lo alto de un frondoso roble junto a una pequeña cala escondida en la orilla
derecha del Kivolea.
Adnya aparece instantes después. Pasa por
debajo del árbol en cuyas ramas aguanta la respiración el joven y se arrodilla
en el margen del río. Uno a uno se desabrocha los botones de la blusa que cubre
su torso. Una vez abierta, empapa una fina gasa de seda y comienza a pasarla
por su cuello. Las gotas de agua resbalan por su pecho mojando la camisa.
Poco después, la hermosa doncella se despoja de toda la ropa dejando su cuerpo
completamente desnudo. Cóyal cree
estar en un sueño. Ni en la más recóndita de sus ficciones de entre sábanas
había podido imaginar semejante situación. Es incapaz de apartar la mirada de
aquella escultura de placer. Su corazón late al ritmo que marcan las gotas de
agua resbalando por el cuerpo de la mujer. Sueña con acariciarla, con sentir en sus mejillas el calor de
aquella piel morena ahora humedecida, con rozar con las yemas de sus dedos
todos los rincones de aquel maravilloso cuerpo, con besar esos labios carnosos
que seguro sabían mejor que el más delicioso de los manjares.
Adnya se adentra en el río. Con la
suavidad de quien mece a un recién nacido va mojando todas y cada una de las
partes de su cuerpo. Su largo cabello color oscuro roza la zona baja de su
espalda. Sus manos se deslizan por sus piernas de abajo hacia arriba. Sus
tobillos, sus rodillas, sus muslos…
Una vez
concluido el placentero baño, sale y comienza a secarse con un trozo de tela
naranja que se torna transparente al contacto de su cuerpo mojado. Luego se
viste despacio, como quien no quiere acabar nunca de hacerlo, recoge en el
interior de la cesta todos los ropajes que se había quitado y se encamina hacia
el sendero que la llevará de regreso a su morada. Al pasar por debajo del árbol
donde se encuentra encaramado un atónito Cóyal,
Adnya se detiene y deja caer de forma
casual la blusa húmeda que llevaba puesta cuando comenzó el remojón, lanza un
suspiro al aire que impacta de lleno en el excitado muchacho y prosigue su
caminar con una espléndida sonrisa picarona dibujada en su hermoso y relajado
semblante.