La amaban y odiaban a partes iguales. Nadie conocía su origen ni su edad. Siempre vagaba sin descanso por los reinos de Mundo Conocido, sin detenerse por el frío, la nieve o el calor extremo. Para unos se trataba de una hechicera que coqueteaba con el mismísimo caos; para otros era un espíritu de la tempestad que se escondía entre los humanos huyendo de la eternidad. Era imposible saber quién tenía razón.
Dharlyán,
pues éste era su nombre, era hermosa como el llanto de un niño al nacer. Sus
ojos lucían grandes, rasgados y negros como la profundidad del abismo, y se
ocultaban tras enormes pestañas que embrujaban a quien se atrevía a mirarlos.
Sus labios, rojos y carnosos, llamaban la atención bajo una nariz respingona.
Una negra y rizada melena enmarcaba su perfecto rostro y caía hasta su cintura
en un torbellino de alegría. Ni siquiera aquella mata de pelo ocultaba su
voluptuoso cuerpo, que nunca pasaba desapercibido por muchas capas de ropa que
trataran de cubrirlo.
Dharlyán
conocía el efecto que causaba sobre los habitantes de los seis reinos. Nadie
quedaba indiferente. Muchos bardos habían cantado sus supuestas hazañas o
maleficios y descrito a la perfección cada uno de sus rasgos. A su paso se
desataban las fuerzas de la naturaleza para bien y para mal. No podía
controlarlo, aunque nadie lo sabía. En el sureste de Sylvilia provocó la mayor
helada de su historia, obligando a los habitantes de los pueblos de aquella
zona del reino del viento a abandonar sus hogares ya que era imposible convivir
con el frío extremo que padecían. Los hurbekas tuvieron más suerte ya que en su
capital disfrutaron del ciclo solar inferior más agradable que nadie recordaba.
El sol brillaba sin asolar la tierra y la lluvia la alimentaba como los lobos
amamantan a sus crías, hasta el punto de que las cosechas fueron las más
abundantes jamás vistas.
Nadie sabía cuándo su paso sería
positivo y cuándo destructivo, por lo que todos la temían, obligándola a vivir
en la más absoluta soledad. Dharlyán no
tuvo amigos ya que desde muy niña se vio obligada a vagar de aldea en aldea
porque su madre compartía su don o maldición. Nunca le permitieron asentarse en
ningún poblado por temor a sus consecuencias. Jamás permanecía más de una noche
en la misma tierra porque las consecuencias eran impredecibles.
La soledad tras la muerte de su
madre destruyó por completo la alegría que hasta entonces había campado por su
alma juvenil. La tristeza se adueñó de cada poro de su piel, a lo que
contribuyó el hecho de que los habitantes de Mundo Conocido ni siquiera se atrevían a dirigirle la palabra. Con
nadie podía compartir sus angustias, sus dudas, sus temores... Sus anhelos eran
cada vez más tétricos. Ansiaba la muerte, ya que el fin era preferible a su
vagar sin destino.
Pero un día su suerte cambió. Dharlyán atravesaba la Ciudad de los Cristales en su eterno
peregrinar cuando un hombre, un anciano de regio semblante, le pidió ayuda para
socorrer a su esposa.
— ¿Sabes quién soy?
— Sí, y no me importa. Necesito ayuda.
El hombre la condujo hasta una choza de grandes dimensiones donde yacía una anciana de rostro bondadoso. La mujer estaba muy enferma, como si los espíritus la rondaran para llevársela con ellos. Dharlyán sabía que nada podía hacer por ella. No controlaba a los eternos, ni siquiera dominaba las fuerzas de la naturaleza, sólo las alteraba sin orden ni control. El anciano pareció leer sus pensamientos y le dijo que no quería que sanase a su mujer, sólo que la acompañara en sus últimas horas, ya que la hija que tuvieron había muerto la estación anterior de las mismas fiebres que ella sufría y nadie se atrevía a tocarla. Dharlyán no lo dudó y tomó sus manos entre las suyas. Nunca hasta ahora había enfermado y, si lo hacía, sería la mujer más dichosa del mundo ya que lo único que anhelaba era acabar con su triste y solitaria existencia.
— ¿Sabes quién soy?
— Sí, y no me importa. Necesito ayuda.
El hombre la condujo hasta una choza de grandes dimensiones donde yacía una anciana de rostro bondadoso. La mujer estaba muy enferma, como si los espíritus la rondaran para llevársela con ellos. Dharlyán sabía que nada podía hacer por ella. No controlaba a los eternos, ni siquiera dominaba las fuerzas de la naturaleza, sólo las alteraba sin orden ni control. El anciano pareció leer sus pensamientos y le dijo que no quería que sanase a su mujer, sólo que la acompañara en sus últimas horas, ya que la hija que tuvieron había muerto la estación anterior de las mismas fiebres que ella sufría y nadie se atrevía a tocarla. Dharlyán no lo dudó y tomó sus manos entre las suyas. Nunca hasta ahora había enfermado y, si lo hacía, sería la mujer más dichosa del mundo ya que lo único que anhelaba era acabar con su triste y solitaria existencia.
Durante tres noches y tres días
completos, Dharlyán escuchó a la
mujer relatarle su vida. Lloró sus penas
y rió con sus numerosas alegrías. Ni un instante se movió de la silla que había
instalado junto a su lecho. La calmaba cuando los ataques de tos no la dejaban
respirar. El hombre entraba y salía para llevarles agua y alimentos, sin perder
la sonrisa ni un instante. Y el cuarto día, la anciana no despertó. La
serenidad se adueñó de su rostro y su alma la abandonó, dejándola a merced de
los espíritus de la tempestad.
El anciano lloró desconsoladamente
durante media jornada, sin fuerzas para preparar la pira funeraria, así que Dharlyán se ocupó de hacerlo, provocando
el fin de las lluvias y las nevadas, algo impensable en aquella época del año.
Rápidamente se corrió la voz de que estaba en la aldea y muchos se concentraron
junto a la cabaña del anciano para vislumbrarla por las ventanas.
Dharlyán
se dio cuenta de que era el momento de partir pero no podía abandonar a aquel
hombre a su suerte. Sus vecinos no se atrevían a tocarlo por miedo a enfermar,
cuanto menos a consolarlo por la pérdida de su amada esposa. Por primera vez en
su vida, estaba dispuesta a enfrentarse al mundo entero si era necesario, pero
se quedaría en aquel hogar. Nadie la separaría del anciano. Su malhumor se
transformó en una tormenta que generó cientos de rayos, a la que siguió una granizada
que obligó a todos los curiosos a regresar a sus hogares.
El anciano trató de calmarla. Ahora
era él quien la consolaba. La acurrucó entre sus brazos y la acunó como si de
una niña pequeña se tratara. Algo ocurrió que Dharlyán nunca pudo explicar; algo en su interior explotó en aquel
momento. La joven se desvaneció. El hombre le contó después que fue como si
cientos de estrellas chocaran contra su cuerpo que resplandecía y se oscurecía
a cada instante. Durante mucho tiempo estuvo temblando incesantemente mientras
fuera las tormentas de lluvia, nieve y granizo se intercalaban con un brillante
sol sin orden ni control. El volcán más cercano explotó y los ríos se
desbordaron por todo el reino. El mar se tiñó de negro y los peces murieron.
La naturaleza se rebeló contra los
hombres por dañar a su más preciada hija, que en unos días cambió por completo.
Nada quedaba de su voluptuosidad ni de sus brillantes ojos. Seguía siendo una
hermosa mujer, pero muy diferente a la que todos conocían. Con la ayuda del
anciano aprendió a controlar su fuerza y desde entonces la usó a su voluntad,
contribuyendo, sin que nadie lo supiera, a fraguar el destino de Mundo Conocido.
Leyenda
narrada por bardos y aedos en su peregrinar por los seis reinos.