Viajeros de Mundo Conocido


Este blog pretende poner al seguidor de El Heredero de los Seis Reinos en contacto con los personajes, territorios, historias y tramas que envuelven esta saga de fantasía. Con una periodicidad semanal se subirán relatos y leyendas que tendrán como protagonistas a personajes y hechos que irán apareciendo en las novelas de forma secundaria. Sin duda, el blog Historias de los Seis Reinos será siempre un punto de referencia al que acudir.

lunes, 27 de enero de 2014

Relato nº 49 La leyenda de Dharlyán


La amaban y odiaban a partes iguales. Nadie conocía su origen ni su edad. Siempre vagaba sin descanso por los reinos de Mundo Conocido, sin detenerse por el frío, la nieve o el calor extremo. Para unos se trataba de una hechicera que coqueteaba con el mismísimo caos; para otros era un espíritu de la tempestad que se escondía entre los humanos huyendo de la eternidad. Era imposible saber quién tenía razón.
    Dharlyán, pues éste era su nombre, era hermosa como el llanto de un niño al nacer. Sus ojos lucían grandes, rasgados y negros como la profundidad del abismo, y se ocultaban tras enormes pestañas que embrujaban a quien se atrevía a mirarlos. Sus labios, rojos y carnosos, llamaban la atención bajo una nariz respingona. Una negra y rizada melena enmarcaba su perfecto rostro y caía hasta su cintura en un torbellino de alegría. Ni siquiera aquella mata de pelo ocultaba su voluptuoso cuerpo, que nunca pasaba desapercibido por muchas capas de ropa que trataran de cubrirlo.


    Dharlyán conocía el efecto que causaba sobre los habitantes de los seis reinos. Nadie quedaba indiferente. Muchos bardos habían cantado sus supuestas hazañas o maleficios y descrito a la perfección cada uno de sus rasgos. A su paso se desataban las fuerzas de la naturaleza para bien y para mal. No podía controlarlo, aunque nadie lo sabía. En el sureste de Sylvilia provocó la mayor helada de su historia, obligando a los habitantes de los pueblos de aquella zona del reino del viento a abandonar sus hogares ya que era imposible convivir con el frío extremo que padecían. Los hurbekas tuvieron más suerte ya que en su capital disfrutaron del ciclo solar inferior más agradable que nadie recordaba. El sol brillaba sin asolar la tierra y la lluvia la alimentaba como los lobos amamantan a sus crías, hasta el punto de que las cosechas fueron las más abundantes jamás vistas.
    Nadie sabía cuándo su paso sería positivo y cuándo destructivo, por lo que todos la temían, obligándola a vivir en la más absoluta soledad. Dharlyán no tuvo amigos ya que desde muy niña se vio obligada a vagar de aldea en aldea porque su madre compartía su don o maldición. Nunca le permitieron asentarse en ningún poblado por temor a sus consecuencias. Jamás permanecía más de una noche en la misma tierra porque las consecuencias eran impredecibles.
    La soledad tras la muerte de su madre destruyó por completo la alegría que hasta entonces había campado por su alma juvenil. La tristeza se adueñó de cada poro de su piel, a lo que contribuyó el hecho de que los habitantes de Mundo Conocido ni siquiera se atrevían a dirigirle la palabra. Con nadie podía compartir sus angustias, sus dudas, sus temores... Sus anhelos eran cada vez más tétricos. Ansiaba la muerte, ya que el fin era preferible a su vagar sin destino.
    Pero un día su suerte cambió. Dharlyán atravesaba la Ciudad de los Cristales en su eterno peregrinar cuando un hombre, un anciano de regio semblante, le pidió ayuda para socorrer a su esposa.  
    — ¿Sabes quién soy?
    — Sí, y no me importa. Necesito ayuda.                                            
    El hombre la condujo hasta una choza de grandes dimensiones donde yacía una anciana de rostro bondadoso. La mujer estaba muy enferma, como si los espíritus la rondaran para llevársela con ellos. Dharlyán sabía que nada podía hacer por ella. No controlaba a los eternos, ni siquiera dominaba las fuerzas de la naturaleza, sólo las alteraba sin orden ni control. El anciano pareció leer sus pensamientos y le dijo que no quería que sanase a su mujer, sólo que la acompañara en sus últimas horas, ya que la hija que tuvieron había muerto la estación anterior de las mismas fiebres que ella sufría y nadie se atrevía a tocarla. Dharlyán no lo dudó y tomó sus manos entre las suyas. Nunca hasta ahora había enfermado y, si lo hacía, sería la mujer más dichosa del mundo ya que lo único que anhelaba era acabar con su triste y solitaria existencia.
   Durante tres noches y tres días completos, Dharlyán escuchó a la mujer  relatarle su vida. Lloró sus penas y rió con sus numerosas alegrías. Ni un instante se movió de la silla que había instalado junto a su lecho. La calmaba cuando los ataques de tos no la dejaban respirar. El hombre entraba y salía para llevarles agua y alimentos, sin perder la sonrisa ni un instante. Y el cuarto día, la anciana no despertó. La serenidad se adueñó de su rostro y su alma la abandonó, dejándola a merced de los espíritus de la tempestad.
    El anciano lloró desconsoladamente durante media jornada, sin fuerzas para preparar la pira funeraria, así que Dharlyán se ocupó de hacerlo, provocando el fin de las lluvias y las nevadas, algo impensable en aquella época del año. Rápidamente se corrió la voz de que estaba en la aldea y muchos se concentraron junto a la cabaña del anciano para vislumbrarla por las ventanas.
    Dharlyán se dio cuenta de que era el momento de partir pero no podía abandonar a aquel hombre a su suerte. Sus vecinos no se atrevían a tocarlo por miedo a enfermar, cuanto menos a consolarlo por la pérdida de su amada esposa. Por primera vez en su vida, estaba dispuesta a enfrentarse al mundo entero si era necesario, pero se quedaría en aquel hogar. Nadie la separaría del anciano. Su malhumor se transformó en una tormenta que generó cientos de rayos, a la que siguió una granizada que obligó a todos los curiosos a regresar a sus hogares.
    El anciano trató de calmarla. Ahora era él quien la consolaba. La acurrucó entre sus brazos y la acunó como si de una niña pequeña se tratara. Algo ocurrió que Dharlyán nunca pudo explicar; algo en su interior explotó en aquel momento. La joven se desvaneció. El hombre le contó después que fue como si cientos de estrellas chocaran contra su cuerpo que resplandecía y se oscurecía a cada instante. Durante mucho tiempo estuvo temblando incesantemente mientras fuera las tormentas de lluvia, nieve y granizo se intercalaban con un brillante sol sin orden ni control. El volcán más cercano explotó y los ríos se desbordaron por todo el reino. El mar se tiñó de negro y los peces murieron.
    La naturaleza se rebeló contra los hombres por dañar a su más preciada hija, que en unos días cambió por completo. Nada quedaba de su voluptuosidad ni de sus brillantes ojos. Seguía siendo una hermosa mujer, pero muy diferente a la que todos conocían. Con la ayuda del anciano aprendió a controlar su fuerza y desde entonces la usó a su voluntad, contribuyendo, sin que nadie lo supiera, a fraguar el destino de Mundo Conocido.



        Leyenda narrada por bardos y aedos en su peregrinar por los seis reinos.

lunes, 20 de enero de 2014

Relato nº 48 El final del camino



        
El final ha llegado y estoy preparado. Hace varias estaciones que tomé mi decisión pero he esperado a que mi familia la aceptara. Es más duro para ellos que para mí. Se resisten a dejarme partir, incluso ahora, en la falda de las Montañas del Abismo, tratan de convencerme para que regrese a la Ciudad de los Cristales, donde está nuestro hogar.
    No hay vuelta atrás. He tenido una buena vida. He aprovechado cada instante que los espíritus de la tempestad me han regalado y estoy listo para unirme a ellos. Hace días que excavaron mi túmulo y deseo ocuparlo. Me siento feliz…



    …Feliz como el día en el que gané la primera carrera a mi hermano Dragtarr. A mis cinco años jamás había conseguido vencerlo. Nació cuatro ciclos solares antes que yo y sus piernas eran más veloces que las mías; su fuerza era increíble para un muchacho de su edad. Pero aquel día, en el Glaciar del Manto Garzo, la suerte estuvo de mi parte. Una pequeña grieta en el hielo hizo que Dragtarr perdiera el equilibrio, dándome una ventaja que supe aprovechar. Al llegar a la meta mi padre me esperaba y me alzó sobre sus hombros, haciéndome sentir como un auténtico héroe. Al final terminamos los tres rodando por la nieve mientras mi madre reía a carcajadas.
    …Feliz como la mañana en la que Ádriell me sonrió. Ella tenía once años y yo diez. Cada mañana acudía a su casa a intercambiar huevos de gallina por leche de oveja. La saludaba con la más espléndida de mis sonrisas, aunque ella ni siquiera levantaba la cabeza para mirarme. Me ignoraba. Yo era uno de los pequeños, de los insignificantes, y ella era la chica más hermosa de Kalandrya. Su pelo brillaba como los días de sol, sus ojos eran tan azules como el río Gelonto y su piel parecía suave como el algodón. Una mañana alzó la vista y me sonrió. Todavía hoy desconozco el motivo de aquel gesto pero durante mucho tiempo floté entre nubes de ilusión. Aún puedo oler el aroma de su pelo cuando giró la cabeza al despedirnos.
    …Feliz como la noche en la que mi padre dio su consentimiento para que me uniera a la Guardia del Témpano, siguiendo así la estela dejada por mi hermano. La sola perspectiva de defender mi tierra, de luchar por mi pueblo y de vivir un sinfín de aventuras me transportaba al más increíble de los sueños. Recuerdo las lágrimas que surcaron la bella faz de mi madre y la mirada de orgullo que lucía mi padre.
    …Feliz como el instante en el que subí por primera vez en mi vakhali, el mismo que me acompaña para encerrarnos juntos en nuestra cueva; hasta eso compartiremos. La primera vez que lo vi supe que sería mi compañero. No intenté luchar con él; lo seguí durante varios días, al principio a mucha distancia y poco a poco fui ganando terreno. Tardó en permitir que me acercara y aún más en dejarme acariciar su lomo. Se acostumbró a mí como el musgo a la roca húmeda hasta que al cuarto día, durante una fuerte tormenta de granizo, se agachó a mi lado y me hizo un gesto con su hocico para que subiera a su grupa. Sentí lo mismo que cuando mi padre me alzó sobre sus hombros con tan solo cinco años; lo había logrado.
    …Feliz como la tarde en la que Enólay aceptó unir su destino al mío. Nos conocíamos desde hacía apenas dos ciclos solares. Lo nuestro no fue amor a primera vista como el que cuentan muchas parejas. Nuestra relación se fraguó a fuerza de amistad y cariño, hasta que un día me percaté de que no podía vivir sin ella. Las guarniciones me parecían frías sin su presencia y los viajes que tanto amaba se me antojaban tristes y devastadores. Adoraba sentarme a su lado a ver pasar el tiempo, escuchar durante largos paseos sus locos sueños de aventuras imposibles, las recetas del estofado de ciervo que había preparado para su familia o cómo intercambió una piel de oso por una de oveja, que resultaba mucho más cálida para cubrir su lecho. Todo era interesante por el simple hecho de que salía de su boca… Tampoco lo dudó cuando le pregunté. Me abrazó y me besó con fuerza, una fuerza que ha permanecido intacta a lo largo del tiempo. Me entristece dejarla pero debe seguir su camino sin mí. Ha sido mi fiel compañera y acepta mi decisión, aunque el brillo de sus ojos delata que le sigue doliendo.
    …Feliz como el día en el que nacieron mis vástagos. Llegaron los dos de golpe, como lo han hecho todo desde entonces. Esperaba fuera de la choza mientras las mujeres acompañaban a Enólay cuando les oí rugir como animales hambrientos. Ellos no lloraron, gritaron, y aún no han dejado de hacerlo. Dos cabezones, luchadores y trabajadores a los que amo con cada poro de mi envejecida piel y por los que siento el mayor orgullo que jamás había experimentado.
    Por todo ello me voy feliz. Al mirar atrás compruebo mis huellas en el camino y son rectas y decididas, como siempre quise que fueran. No me da miedo la muerte. He cumplido con hombría y valor todo lo que me propuse y quiero que mis ancestros se sientan orgullos. Por eso me marcho como he vivido, como un hombre de convicciones. La despedida no ha sido fácil. Mis hijos y Enólay apenas han podido contener la emoción, aunque en el último instante, antes de cubrir con la gran roca de hielo la entrada de mi tumba, han sonreído, sabiendo que esa era la imagen que yo quería guardar en mi  retina.
    Ahora todo es oscuridad y silencio. Me acuesto reconfortado sobre mi vakhali y cierro los ojos esperando en breve la llegada de los espíritus de la tempestad. Ellos me acompañaran en mi viaje a la eternidad, dónde cabalgaré entre nubes protegiendo, una vez más, a mi familia… a mi tierra… a mi reino.



lunes, 13 de enero de 2014

Relato nº 47 Melodía en el tiempo



Despertó en mitad del bosque cuando la melodía cesó. Se había rendido al sueño apenas unos instantes antes, aunque el sol había avanzado demasiado en ese escaso intervalo de tiempo. Bueno, quizás no eran sólo unos instantes… Isárune recogió su cesto vacío; las ardillas habían dado buena cuenta durante su letargo de las nueces que había recogido porque no quedaba ninguna.
    Emprendió el camino de regreso todavía víctima del extraño sopor que la dulce melodía le provocó. Apenas había andado unas decenas de pasos cuando la música sonó de nuevo. Esta vez no se dejaría embaucar, bastante enfadado y preocupado debía estar ya su marido. Aceleró el paso y avanzó mucho más lenta de lo habitual, como si sus piernas no se hubieran despertado aún de aquella siesta y sus rodillas se empeñaran en no doblarse apenas.



    Sentía un hambre atroz. Sus tripas rugían como las de las bestias que su padre criaba en los establos. Caminaba descalza como siempre hacía. Odiaba los zapatos de piel que su vetusta madre fabricaba y que tenía que llevar por temor a herir los sentimientos de la anciana. Le recalentaban los pies y le provocaban unas horribles heridas, mucho más dolorosas que los cortes que en contadas ocasiones se hacía con las piedras del camino.
       Conforme avanzaba, el desasosiego se iba adueñando de su espíritu. El sendero que conducía a su hogar, siempre limpio de hojarasca y cuidado por su esposo, se había convertido en un lodazal. Era incapaz de entender qué había ocurrido en tan corto espacio de tiempo. Quizás una tormenta había asolado la aldea y ella no la sintió al estar protegida por la espesura del Bosque de las Melodías
l       El miedo hizo que acelerara el paso. La tempestad podía haber anegado su casa o quizás había pillado a su marido y a sus dos hijas en mitad del camino y sufrían algún daño. Al llegar, la vivienda, antes blanca como la leche recién ordeñada y abierta al exterior por grandes ventanales decorados con floreadas cortinas, aparecía destartalada, como si una manada de druzgos la hubiera atravesado.
       Los campos, siempre sembrados de trigo y otras plantas, lucían marrones y yermos. Isárune no podía creer lo que sus ojos se empeñaban en mostrarle. Rauda como el viento se dirigió a una granja cercana, quizás su familia se había refugiado allí. La casona había sufrido varias modificaciones. Sin duda era la granja de sus vecinos, pero la habían pintado, y construido una chimenea nueva. Tampoco tenían el rebaño de ovejas; en los corrales había ahora tres grandes bueyes pastando. Corrió hasta alcanzar la puerta y la atravesó sin llamar. Sentada en una mecedora había una joven que amamantaba a un retoño. ¡Aquella mujer no era su vecina Haltiaya! Era una chica hermosa de pelo lacio y oscuro. Cuando la vio entrar, su cara, dulce y acogedora, se transformó en una expresión de pánico.     
       La joven la contempló y un grito de sorpresa y horror brotó de su garganta haciendo que Isárune cayera al suelo sobresaltada. Ambas mujeres trataron de tranquilizarse, aunque se atropellaban al hablar. Ninguna parecía dispuesta a esperar a que la otra formulara sus preguntas. Lo que ambas tenían que decir era demasiado importante.
        Finalmente, la muchacha, que acababa de dejar al recién nacido en una cuna hecha de madera y cuerdas, concluyó aquel diálogo irracional levantándose y cogiendo un espejo de mano que tenía sobre una mesita, en la esquina del salón, para colocarlo frente al rostro de Isárune, que quedó petrificada. 

    
    La imagen que le devolvía aquel fragmento de cristal era la de una mujer mayor, no la suya. Ella tenía veinticinco años y un rato antes había acudido al Bosque de las Melodías a recoger nueces mientras su esposo araba la tierra y sus hijas, de tres y cinco años, jugaban en la casa…
    La joven cogió entre sus manos el rostro atemorizado de Isárune y le susurró:    
    —Tranquila, ya estás en casa. Siempre supe que volverías, mamá…

lunes, 6 de enero de 2014

Relato nº 46 Linaje roto


Lukhard era un monarca pacífico, poco propenso a las disputas y dialogante con sus enemigos. No había un solo habitante en el reino que no sintiera auténtica devoción por su rey. Bueno, a decir verdad sí había alguien; Balgrón, su único hijo. El príncipe reunía en su carácter todo aquello de lo que adolecía Lukhard. Era un joven engreído, ambicioso, cruel y déspota. Acostumbraba a castigar a los aldeanos sólo por el placer de verlos sufrir. Ese comportamiento le había ocasionado varias discusiones con su padre que nunca obtuvieron resultados satisfactorios para el monarca. Sentía dolor cuando llegaban a sus oídos las atrocidades de Balgrón, pero lo amaba desde el día que lo acunó entre sus brazos por primera vez. Los señores del viento lo habían castigado llevándose a su joven esposa cuando sólo le había dado un heredero y el monarca no renunciaba a rescatar al buen hombre que se escondía tras la coraza de cólera que protegía al príncipe; al menos eso quería pensar
    Cada mañana, el rey entrenaba a Balgrón en el manejo de la espada. Lukhard era el mejor con el acero y nadie lo había derrotado en combate, por eso quiso adiestrar a su hijo. El príncipe ponía todo su ímpetu en vencer a su padre, aunque nunca consiguió rozarlo siquiera. Después pagaba su rabia y frustración golpeando a sirvientes o violando a campesinas indefensas.
    Una mañana nublada del ciclo solar inferior, Lukhard se dispuso a emprender uno de sus viajes periódicos por sus dominios. Al monarca le gustaba recorrer su reino para sentir el calor del pueblo. Visitaba todas las aldeas para conocer de primera mano las necesidades de sus súbditos. Le gustaba hablar con ellos, discutir sobre el clima, las cosechas, los tributos... Lukhard había pasado numerosas noches en vela junto al lecho de algún campesino moribundo o esperando el nacimiento de un nuevo aldeano.
    Pero este viaje era diferente desde el principio. Un extraño sueño lo atormentaba; en él se veía arrodillado junto a un charco de color rojizo con el rostro cubierto de sangre. Aún así, Lukhard no permitiría que una pesadilla lo alejara de su pueblo y al amanecer salió del castillo con una pequeña escolta y su consejero personal.


    Cerca de la aldea de Vienlia, un sonido atronador hizo que el monarca y su séquito frenaran la marcha. A su espalda, y con la velocidad con la que el viento hace girar la veleta, una docena de jinetes armados con espadas y ballestas se dirigía hacia ellos. Vestían atuendos oscuros y yelmos que les protegían las cabezas. Lukhard ordenó desmontar a sus guardias para repeler el ataque. Al desenvainar la espada observó como un muchacho, que llevaba siguiéndolos un buen trecho del camino, se escondía atemorizado detrás de una piedra. Lukhard le gritó para que corriera hacia la aldea, y el niño así lo hizo.
    Los misteriosos atacantes cargaron con fuerza y acabaron en poco tiempo con la escolta del rey y con su fiel consejero. Lukhard se vio rodeado por doce guerreros que desmontaron de sus caballos para acorralarlo.
    — ¿Quiénes sois? —preguntó el monarca.
    Ninguno de los asaltantes contestó. El silbido de una flecha rompió el silencio al salir de una ballesta e impactar en la pierna de Lukhard, que cayó de rodillas con un gesto de dolor dibujado en su rostro. Cuando el rey se disponía a recibir con coraje la llegada de la muerte, un griterío estalló alrededor. Proveniente de la aldea, una masa enfurecida de campesinos y labradores se aproximaba hacia los atacantes de Lukhard. Éstos, sorprendidos por la aparición de tan singular hueste, se reagruparon y entablaron combate contra los defensores del monarca.
    La batalla fue cruenta, las espadas rompían los rastrillos como si fueran ramas de olivo, pero los aldeanos no se rendían fácilmente y empleaban piedras y arena para desestabilizar a los soldados. Muchos campesinos sufrieron la amputación de piernas y brazos antes de morir. Lukhard se había incorporado y luchaba con ferocidad contra los asaltantes. Uno tras otro fueron cayendo hasta que quedó solamente uno en pie. El monarca se enfrentó al misterioso adversario, que cubría su rostro con un bacinete. Dos certeros estoques lograron herir a Lukhard en un brazo y una pierna, aunque en ningún momento sus rodillas tocaron tierra. Aprovechando que su rival se sentía vencedor, sacó fuerzas de su corazón y empuñó la espada con ambas manos hasta hundirla en el vientre del guerrero, que cayó fulminado salpicando de sangre el rostro del rey. Éste soltó su arma y se arrodilló junto al cuerpo sin vida para quitarle el yelmo. Con horror comprobó que era su hijo el que yacía tumbado sobre un charco de barro y sangre. 


    Lukhard lanzó un aullido de dolor como nunca antes se había escuchado en aquel valle.