Tenían que elegir; vivir o morir, y optaron por continuar respirando aunque eso significara destruir su humanidad.
Los sorprendieron de noche, cuando
la tormenta les permitió abandonar la cueva en la que llevaban ocultos desde
hacía días. El hambre y la sed fueron sus aliados en tan estúpida decisión.
Cualquiera con la mente lúcida sabe que los Montes
Sima son peligrosos mientras el sol brilla en el cielo y temibles durante
el reinado de Dalurne, pero sus
estómagos vacíos los empujaron hacia el cruel destino que los aguardaba
obviando las advertencias de su mente.
Eran ocho y formaban una pequeña
avanzadilla. El jefe de su clan los había enviado para inspeccionar el terreno
e informar a la Guardia del Témpano
de la posición de las tropas utsurianas en cuanto alcanzaran la ladera de la
montaña, pero una terrible tempestad los obligó a guarecerse sin alimentos en
una tétrica cueva que ni los osos utilizaban. Sus paredes eran lisas, sin
recovecos para que los pequeños animales se guarecieran, la luz no entraba por
ningún agujero y el frío impregnaba el ambiente. Durante días se mantuvieron ocultos
en aquella terrorífica gruta, derritiendo la nieve para beberla y sin nada que
llevarse a sus hambrientas bocas.
Por eso, cuando la tormenta cesó y
se abrió un pequeño hueco en la pared de hielo que se había formado sobre la
entrada, salieron sin atender las múltiples señales de advertencia que sus
conciencias les enviaban.
Apenas tuvieron tiempo de comer ni
de saborear su ansiada libertad. Sus enemigos tardaron menos en capturarlos que
lo que emplea la nieve en cubrir los campos kalandryanos. Ni siquiera pudieron
oponer resistencia porque los superaban en número y en ferocidad. Los
utsurianos se parapetaban tras armas que ellos jamás soñaron en sus peores
pesadillas. Espadas de doble filo más altas que sus portadores competían en
grandiosidad con unas hachas rematadas con puntas de un material que brillaba
como Dalurne en las noches más
claras. A la espalda portaban mazas de grandes dimensiones con puntas que
repicaban constantemente al contacto con las corazas de los guerreros.
Sabían que el final había llegado y, en contra de lo
que imaginaron en millones de ocasiones, no lo enfrentaron con valentía sino
con un temor caliente que corroía sus entrañas sin piedad. El miedo a la
oscuridad y al silencio absoluto de la muerte se apoderó de ellos, invadiendo
cada poro de su piel y cada gota de su sangre.
Por eso, Anedray
y Shegarki no lo dudaron cuando los
enemigos les abrieron una puerta a la esperanza. Sólo tenían que delatar a sus
compañeros, describir el contingente de la Guardia
del Témpano que se dirigía hacia los Montes Sima y narrar con todo detalle
cuáles eran las intenciones del señor de Kalandrya.
Y lo hicieron. Pusieron tanto empeño en ganar su
libertad que no les quedó nada por describir. Con cada palabra se escapaba un
halo de vida de sus maltrechos cuerpos. Se mantuvieron inertes mientras los
utsurianos destrozaban a cinco de sus camaradas. Tampoco se movieron cuando los
guerreros marcharon a tender una emboscada a las fuerzas kalandryanas. Fueron
incapaces de articular sus brazos y piernas cuando la nieve comenzó a caer sobre
sus cuerpos…
No sabían cuánto tiempo pasaron allí, inmóviles cual
marionetas a las que han cortado sus hilos. Sólo el sonido del hierro de una
espada contra las rocas las despertó. Apenas tuvieron que moverse para
ocultarse ya que la nieve las cubría por completo cuando el guerrero pasó junto
a ellas. Se trataba de uno de sus compañeros que había sobrevivido ocultándose
en la cueva.
Su instinto las llevó a saltar sobre él como dos
druzgos salvajes. Lo aprisionaron con fuerza bajo sus cuerpos sin permitirle
pronunciar palabra.
Sólo quedaba una decisión que tomar; matarlo para
salvar su honor y que nadie descubriera su traición, o salvar el único resto de
humanidad que les quedaba y perdonarle la vida permitiéndolo huir…