Recuerdo que
hacía frío, mucho frío. No era algo inusual en esta época del ciclo solar
inferior, sobre todo cuando el viento soplaba desde las cumbres más altas de
las Montañas de las Corrientes Eternas,
pero aún así, las temperaturas habían descendido con brusquedad en los últimos
días.
Leintjar
sujetó con fuerza su bastón mientras se colocaba en una posición cómoda para
tumbarse en el camastro situado en el centro de su dormitorio. Sus desgastados
huesos crujían con cada movimiento de un cuerpo consumido por los noventa años
que llevaba deambulando por tierras sylvilianas.
El anciano colocó los pies sobre una
manta situada en el extremo del jergón y se tumbó suspirando. Con suma
lentitud, desplazó los dedos hacia unos ojos pequeños y escondidos cual topos
en los párpados, y los frotó.
Instantes después, la puerta se
abrió para dar paso a una visita que lo saludó con emotiva confianza cuando se
situó frente a él.
— ¿Cómo estás Leintjar? ¿Me esperabas?
El viejo se estremeció en la cama al
tiempo que los ojos se le llenaban de lágrimas. Los goznes de la mandíbula se
le relajaron, haciendo que su boca se entreabriera dejando que un hilo de
saliva cayera por sus labios resecos.
— Sí, así es —balbuceó melancólico.
— La última vez que nos vimos me
pediste que no volviera, que me alejara de tu vida, y así lo hice hasta hoy. Te
lo debía. Pero ahora…
— No seas condescendiente conmigo
—replicó interrumpiendo a su visitante.
Dos lágrimas se diluyeron en una
piel convertida en pergamino tras el paso de los ciclos. La intranquilidad que
invadió sus emociones se transformó en serenidad. Con una de sus manos se secó
los ojos y los abrió invitando a su visita.
— Perdona mi descortesía. Vamos, ven
siéntate. ¿Quieres una jarra de hidromiel? La preparó ayer uno de mis nietos.
— Te lo agradezco, pero debo
rechazar tu ofrecimiento. Hoy tengo una jornada muy apretada y voy con el
tiempo justo.
— Sí ya veo ¿No estás incómodo con estas
visitas?
— Para nada. Llevo una eternidad
realizándolas.
— ¿Cuándo supiste de mi enfermedad?
— La última vez que nos vimos.
—¿Y ahora qué? No sé qué decirte.
¿Cómo debo actuar?
El misterioso visitante se acercó
hasta el camastro de Leintjar y se
sentó junto a él.
— Tranquilo. No te preocupes por
nada.
El anciano lo miró, encogió los
hombros y agachó la cabeza. Todavía tuvo tiempo de reposar unos segundos la
mirada sobre la chimenea donde descansaba una vieja espada; fiel compañera
durante sus años de servicio en la Guardia
del Témpano.
Luego, cerró los párpados con
suavidad y tomó aliento por última vez.
— Descansa ahora, gran guerrero
—dijo el visitante. — Cierra los ojos y duerme; es hora de partir, la eternidad
nos espera…