Había
llegado la hora. Desde que nació jugó al escondite con su destino, pero éste
era ruin y pertinaz y le dio caza cuando por fin se sentía a salvo. Ahora
debía encararlo desnudo, sin armas, liberado de las máscaras con las que se
había ocultado desde que abandonó su hogar siendo sólo un infante de dos años.
Estaba dispuesto. Sabía a qué se
enfrentaba y nada podría detenerlo. Se despojó de las ropas de labrador bajo
las que se protegía y se cubrió con una amplía sábana que, al contacto con su
curtida piel, se transformó en una magnífica túnica verde bordada en oro.
Su pelo, blanco y sin brillo,
recuperó la fuerza de la niñez y se tornó negro como la noche. Las arrugas que
surcaban su rostro y sus manos desaparecieron dejando paso a una tersura ya
olvidada. Las manchas con las que el sol había cubierto su piel se esfumaron y
las articulaciones que con cada paso crujían como la vieja madera, recobraron
el vigor de su infancia.
Sentada a su vera y atónita por lo
que estaba contemplando se encontraba Aunrea,
que no podía creer lo que veían sus asustados ojos. Su marido estaba cambiando junto
a ella tornándose en un ser diferente. Más hermoso de lo que nunca había sido y
temible como la más oscura de sus pesadillas. Pero en aquellos ojos negros
seguía viendo al hombre del que estaba enamorada. Su avanzado estado de
gestación le impedía huir, aunque tampoco deseaba hacerlo.
Él le devolvió los mismos
sentimientos con sólo una mirada y le tendió la mano para que se apoyara en
ella para levantarse. Al contacto de sus dedos, una chispa surgió llenándola de
vida y haciendo que el pequeño ser que crecía en su interior se removiera.
Juntos de la
mano, abandonaron su hogar dispuestos a enfrentarse al enemigo. Hordas de
druzgos habían invadido su aldea, sus vecinos trataban de cobijarse en sus
hogares sin demasiado éxito, ya que los animales derribaban las cabañas como si
estuvieran hechas de paja en lugar de piedra y madera. Por todas partes había fieras
devorando a hombres, mujeres y niños indefensos.
A Margock le bastó con levantar un dedo para que un viento huracanado
comenzara a soplar. Sabía que ese era el final de su tranquila existencia, que
aquel gesto desataría al más horrendo de los destinos, pero ya no había vuelta
atrás. Los señores del viento le obedecían desde su más tierna infancia. Con
tan sólo un año desató un tornado que arrasó la aldea sylviliana en la que
vivía, y un lustro después provocó un tifón que trajo a la costa olas de más de
diez metros que arrastraron las vidas de muchos de sus vecinos. Entonces
decidió abandonar a su familia, ya que a pesar de su corta edad tenía plena
conciencia de quién era y de lo que podía hacer. Creció solo, aislado,
escondiéndose de sus habilidades, que llegó a dominar con el paso del tiempo.
Era poderoso, pero sabía que todo poder con lleva un precio que no estaba
dispuesto a pagar.
Pero todo cambió cuando la conoció.
Entonces la sinrazón se apoderó de su mente haciéndolo creer que podía vivir
entre el resto de humanos como uno más. Aquella felicidad sólo duró dos años.
En el mismo momento que conoció la noticia de que esperaba un hijo, supo que la paz
se tornaría suplicio. La hermandad de magos nunca consiguió dar con él. Su
poder era muy superior al del resto y le permitía esconder sus emociones…hasta
ahora. Un sentimiento nunca antes conocido hacia su hijo no nacido fue
suficiente para que lo encontraran.
Sabían que nunca lo convencerían,
así que optaron por demostrarle que ocultarse no era la solución y lo hicieron
de la peor de las maneras posibles, enviando una manada de druzgos y
sacrificando a cuantos hombres, mujeres y niños fuera necesario. Pero no
contaban con su poder, nunca utilizado en su máxima expresión.
Con sólo un chasquido de sus dedos,
el viento transformado en huracán arrastró consigo a aquellos salvajes animales
dejando a su paso un rastro de cuerpos heridos. Con la solemnidad que su traje
le otorgaba y levitando sobre el suelo ensangrentado, se acercó uno a uno a los
maltrechos aldeanos y fue curando sus heridas con el roce de las yemas de los
dedos.
Luego mantuvo la mirada perdida en
la inmensidad de las montañas y un pensamiento cruzó su mente:
"Si os acercáis a mi hijo, os
destruiré".
Sabía que lo habían escuchado, pero
también era consciente de que no se rendirían. Ahora conocían su poder y
querrían utilizarlo para la guerra que asolaba Mundo Conocido.
Sin decir nada, tomó a Aunrea en sus brazos, se alejó de
aquella aldea que había sido su hogar durante los dos últimos años y
desapareció…