Nació
mujer en un mundo gobernado por hombres. Apenas sabía andar cuando comenzó a
acompañar a su madre por los frondosos bosques a recoger leña y a los fértiles campos
a recolectar frutas y verduras. La visita al río era diaria para lavar la ropa,
que después tendían en finas cuerdas que se mecían al compás que marcaban los
señores del viento. Por supuesto, ellas
cocinaban y se ocupaban de que el hogar siempre estuviera caliente y limpio.
Las tardes las dedicaban al cuidado de los animales y las noches, a mimar a su
adorable padre.
Jamás cuestionó el orden establecido.
Era feliz con sus rutinas, siempre acompañadas por las dulces melodías que entonaban
su madre y sus eternas risas. A papá jamás le faltaba una palabra amable y un
gesto de agradecimiento. Con eso le bastaba, hasta que llegó él.
Nació una fría noche del ciclo solar
superior, rasgando en dos el vientre de su madre y sesgando su hermosa vida.
Ella estaba allí y lo vio todo. El recién nacido ni siquiera lloró. Abrió sus
pequeños ojos y miró sonriendo a la mujer que lo había traído al mundo, que se
apagaba entre sollozos de dolor.
En ese instante decidió que no lo
quería ni lo querría nunca por muy hermano suyo que fuera. Aquel ser enclenque
y diminuto, que sólo lloraba y gritaba, no merecía ni un instante de su tiempo.
Le había arrebatado lo que más amaba en la vida y jamás se lo perdonaría.
Para su desgracia, su padre pensó lo
mismo y se desentendió de aquel niño que, en otras circunstancias, habría sido
su primogénito, su preferido, su vástago más anhelado. La responsabilizó de su cuidado y
desapareció. Sólo regresaba al hogar cuando el sol se había ocultado. Comía
algo y se iba a la cama.
Albaina
se ocupó de todo, como a su madre le habría gustado. Lo alimentó con la
leche de las cabras, lo limpió cada vez que se ensuciaba y lo acunaba cuando no
podía dormir. En cada una de sus enfermedades, lo cuidó con eficacia, pero
jamás con afecto.
Y así pasaron los ciclos, Albaina creció ocupándose de su padre y
de su hermano. Lavando, limpiando y trabajando para que a ellos no les faltara
de nada. Con cada viaje al río y al campo, las ganas de vivir se le iban
desgastando. Las risas la abandonaron y olvidaron el camino de regreso. Las
canciones callaron bajo un manto de tristeza y el resentimiento y el dolor
ocuparon el lugar que estaba reservado para el amor en su corazón.
Su hermano no entendía por qué Albaina no le quería. Él trataba de
agradarla a cada instante, la ayudaba a recolectar las frutas, cargaba los
troncos de leña más pesados e incluso lavaba los trapos más pequeños en el río.
Sonreí a cada paso e incluso imitaba al resto de mujeres, cantando los poemas
que ellas recitaban mientras hacían sus labores. El pequeño había heredado el
espíritu amable y divertido de su madre, lo que mortificaba más a Albaina.
La situación empeoró el día que su
padre se enteró y decidió que el niño debía comportarse como un hombre y no
como una mujer, dejándola sin ayuda para llevar sola todas las tareas. Albania se negó y exigió que el pequeño
colaborara. Su padre no cedió y la informó de que debía acostumbrarse porque
esa era la vida que llevaría en adelante, ya que jamás consentiría que
contrajera matrimonio porque debía ocuparse de él. Lloró y pataleó, pero de
nada sirvió. Gritó, rompió platos y vasos, se negó a comer, abandonó el cuidado
de los campos y los viajes al río, hasta
que su padre le propinó una brutal paliza. Corrió a casa de sus vecinos en
busca de ayuda y halló la puerta cerrada. Nadie quiso consolarla. Era una mujer
y en Sylvilia las chicas callaban y
obedecían.
Albaina
agachó la cabeza, encogió algo más los hombros y regresó a su hogar. Su padre
se había marchado a la taberna a beber, como cada noche, y en la puerta la
esperaba aquel niño al que tanto despreciaba con dos hatillos. En uno había
metido la ropa de ambos y en otro un poco de queso, pan y mermelada.
— No consentiré que nadie te pegue
nunca más. Nos vamos.
Los ojos de Albaina se llenaron de lágrimas y, sin dudarlo, lo cogió de la mano
y emprendió camino hacia Myrthya,
donde las mujeres sí tenían derechos y donde comenzaría su gran aventura…
… Después de muchos años, la joven sonrió
por primera vez.