Viajeros de Mundo Conocido


Este blog pretende poner al seguidor de El Heredero de los Seis Reinos en contacto con los personajes, territorios, historias y tramas que envuelven esta saga de fantasía. Con una periodicidad semanal se subirán relatos y leyendas que tendrán como protagonistas a personajes y hechos que irán apareciendo en las novelas de forma secundaria. Sin duda, el blog Historias de los Seis Reinos será siempre un punto de referencia al que acudir.

lunes, 29 de abril de 2013

Relato nº 11 El último viaje


Un brusco descenso de la temperatura nos anuncia que entramos en la más inhóspita de todas las regiones de Mundo Conocido. Kalandrya, el reino blanco, un territorio que permanece nevado casi todo el año haciendo imposible transitar por sus escasos caminos. Son muy pocos los senderos que pierden el manto de nieve que los cubre durante el ciclo solar inferior y es en ese momento cuando las caravanas de comerciantes tenemos que aprovechar y penetrar en sus fronteras para intercambiar nuestros productos.
Llevo media vida viajando por todos los rincones de nuestro mundo, siempre en compañía de mi padre y mis dos hermanas menores. Transportamos lana y madera desde nuestra Utsuria natal para venderla por los otros reinos. Luego invertimos nuestras ganancias en la compra de más materia para volver a comerciar al año siguiente. Siempre el mismo ciclo, sin descanso, sin amigos, sin hogar.
Sobre mi padre empiezan a descargar impasibles aguaceros de desaliento y fatiga. En su rostro se van acumulando los años de continuo viajar y las arrugas grabadas a cincel entorno a sus ojos le confieren una expresión de perseverancia y madurez que sólo los grandes hombres llegan a alcanzar. Cada día que pasa delega más responsabilidades sobre mí. Desde hace un par de años intenta transmitirme todos sus conocimientos sobre el oficio que nos ocupa, sabedor de que no pasará mucho tiempo antes de que deba emprender su último viaje.
           - Anaru, hija mía, no tardaré mucho en dejaros y sobre ti recaerá la responsabilidad de cuidar de tus hermanas y velar por nuestros intereses. Debes aprender a observar y escuchar antes de actuar. Guíate por la primera de tus impresiones y desconfía de aquel que sin conocerte te ofrezca ayuda-, me repetía día tras día.
            - Así lo haré, padre-, le contestaba una vez tras otra intentando siempre sonreírle y transmitirle la confianza que él buscaba en mi rostro.
Entramos en Kalandrya por el camino que bordea la Gran Laguna. En esta época del año hay varias rutas abiertas por las que se puede transitar. Pronto, con la llegada del ciclo solar superior, el reino quedará aislado y sólo los kalandryanos serán capaces de vagar entre el hielo y la nieve. Avisamos a los guerreros que custodian nuestra caravana de que estén alerta. En su mayoría se trata de mercenarios y desertores; borrachos pestilentes que necesitan monedas que gastar en bebida y rameras. Estar bajo la protección de semejantes alimañas nos obliga a dormir con un ojo abierto y una daga entre las manos, sabedoras de que en cualquiera de sus noches de jarana podrán fijar sus lascivas miradas en mí o en alguna de mis hermanas. Pero ahora los necesitamos más que nunca ya que nos adentramos en el territorio de los Druzgos, sin duda los más peligrosos de todos los seres que pueblan el reino de las nieves.
Viajo al frente de la expedición en una pequeña carreta cargada de lana. A mi lado está Lilieth, mi hermana, tres años menor que yo. El paisaje que nos rodea es deslumbrante a la vez que sobrecogedor. El cielo es ahora de un color gris azulado y amenaza con descargar una de las primeras nevadas de la temporada. A mi derecha observo sobre una roca el cráneo de una vaca, víctima seguramente del ensañamiento de un Druzgo. Noto que mi hermana empieza a ponerse nerviosa y a respirar con dificultad.


        - Tranquila, Lilieth, no es la primera vez que pasamos por aquí y hasta ahora nunca hemos tenido ningún encuentro con los Druzgos. Suelen vagar por las cimas de las montañas y por los glaciares,  pocas veces bajan a terrenos llanos-, le digo intentando tranquilizarla.
     - Lo sé, Anaru, pero recuerda lo ocurrido hace dos años a aquella caravana procedente de Sylvilia. Fueron sorprendidos por una manada de esas bestias y los mataron a todos. Tan solo jirones de piel sobre las piedras y restos de intestinos salpicando la blanca nieve quedaron como vestigios de lo que allí sucedió-, me contesta asustada.
         - Bueno, confiemos en que eso no nos ocurra a nosotros. Además, contamos con la protección de buenos guerreros que harán frente a cualquier peligro que nos aceche-, le respondo.
            La nieve comienza a caer con suavidad y detenemos la columna para cubrir con lonas las materias que trasportamos. Mi padre se aproxima hacia nuestra carreta y nos ayuda a tapar la lana para que no se moje. Una especie de aullido estremecedor retumba en todo el valle. El silencio se apodera por unos instantes de todos los miembros de la expedición, como si quisiéramos confirmar que ha sido fruto de nuestra imaginación que juega burlona con nuestros oídos. 



            - ¡Mirad!-, grita uno de los mercenarios señalando hacia la montaña que teníamos delante.
            Todos dirigimos nuestras miradas en aquella dirección para comprobar con estupor como cuatro o cinco enormes animales bajan con la misma velocidad con la que una flecha sale del arco.
            Druzgos!-, chilla mi hermana mientras se abraza a mi padre.
Los guerreros desenvainan sus armas y se sitúan delante de los carros dispuestos a enfrentarse a las bestias. Sus espadas tiemblan entre sus manos y el miedo convierte sus rudos rostros en inocentes semblantes. Mi padre desengancha los dos caballos de una de las carretas y nos obliga a montar.
          - ¡Llévate a tus hermanas de aquí!-, me grita. -No echéis la vista atrás. Yo me reuniré con vosotras en cuanto resolvamos este problema-.
            - ¡Padre, me quedaré a luchar a vuestro lado!, le contesto bravucona.
            -  Anaru, por favor, marcharos ya, te lo ruego…-
Los ojos de mi padre se llenan de lágrimas de súplica. Me abrazo fuerte a su cuello sabedora que esa sería la última vez que lo voy a sentir en vida. Monto en mi caballo y me alejo galopando de allí junto a mis dos aterradas hermanas.
Tras nosotras se oyen nítidos unos escalofriantes gruñidos seguidos de los desgarradores gemidos de los que allí quedaron. Finalmente un trágico silencio lo envuelve todo devolviendo la tranquilidad a aquel valle. La nieve sigue cayendo suave cubriendo nuestros ropajes mientras galopamos con las lágrimas resbalando por nuestras mejillas, pero sin mirar atrás.
En mi mente resurgen frescas las palabras que mi padre tantas veces me había repetido:
- Anaru, hija mía, no tardaré mucho en dejaros y sobre ti recaerá la responsabilidad de cuidar de tus hermanas y velar por nuestros intereses…


lunes, 22 de abril de 2013

Relato nº 10 La leyenda



Al amanecer, cuando los primeros rayos de sol despertaban el latido de la vida, Kómmartt se acercó al cuarto dónde descansaban sus dos hijos y les gritó:
       - ¡Venga, arriba, gandules. Es hora de faenar!-.
       Los jóvenes se revolvieron en sus camastros y de mala gana se pusieron en pie. Luego acompañaron a su padre hasta el embarcadero y lo ayudaron a cargar los útiles de pesca. A esa hora, la aldea de Aunzalia se despertaba mágica. En las casas, las gotas de rocío resbalaban por los tejados hasta caer con suavidad contra el suelo. Las calles estaban prácticamente vacías y sólo se veía por ellas a los pescadores que se dirigían al embarcadero para comenzar la jornada en el mar. Las pequeñas barcas de faenar, todas de colores diferentes, dibujaban en las tranquilas aguas un arco iris multicolor. Sin duda era el momento más especial del día, o al menos lo era para Kómmartt, hijo y nieto de pescadores, que intentaba introducir el oficio del mar en las alocadas y joviales mentes de sus dos hijos.
        Llevaban todo el día faenando, maestro y aprendices al unísono en una desenfrenada y exhausta jornada. Las luces del ocaso comenzaban a ganar protagonismo y se acercaba el momento de regresar al hogar.
        -Padre-, dijo uno de los jóvenes mientras remaba. -¿Por qué las gaviotas son las únicas aves que sobrevuelan el mar durante la noche?-


        Kómmartt miró a su hijo con afabilidad y dijo:
- ¡Dejad de remar! Sentaos a mi lado y escuchad lo que os voy a narrar-
        Los dos jóvenes se miraron extrañados y obedecieron las indicaciones de su padre. Cuando la barca quedo inmóvil en las tranquilas aguas, Kómmartt comenzó:
        Cuentan que un día el mar habló a los pescadores que faenaban en sus aguas y compartió con ellos un secreto nunca antes sabido. No era la primera vez que el océano narraba a los humanos alguna de sus historias, pero nunca una tan especial, cuyo conocimiento se reservaba sólo a delfines y sirenas y que decía así:
         Un día, el mar decidió que no se contentaba con imitar el color del firmamento y que quería verlo más de cerca, así que mandó a una gaviota a surcar el aire. Dicen que las gaviotas son el alma del mar. El ave subió todo lo alto que pudo y dejó sonar su graznido, el cual fue devuelto por el eco hasta llegar de nuevo al agua.
        Fracasado aquel intento, el mar pidió ayuda a la luna plateada, siempre quieta y vanidosa, normalmente aburrida y juguetona con vientos y mareas.
      -    ¿Qué deseas?-, le dijo sonriente a la mar brava.
      -    ¡Quiero volar! Si me dejas subir, seré tu esclavo-, contestó el mar orgulloso
        La luna, aguantando la mirada del agua embravecida, respondió muy seria:
      -    Dame tu vida, la haré espuma de mar.
        Y al instante, mil gotas de espuma formaron blancas nubes que subían felices hacia el cielo. La luna entregó al mar el don del vuelo, pero con la condición de que mantuviera su alma siempre planeando sobre sus aguas, incluso en la noche, pues a la luna la reconfortaba oír aquellos graznidos marinos.
        Y el mar así lo hizo, y las gaviotas, aves marineras, saludaban a diario a la luna con alborozo, liberando su grito más salvaje en su peregrinar por todos los mares.
        Los dos jóvenes se mantuvieron en silencio mirando al inmenso mar, dónde un par de gaviotas volaban a ras del agua. Arriba, en el firmamento, la blanca luna aparecía majestuosa para alumbrar una vez más la oscura noche.




lunes, 15 de abril de 2013

Relato nº 9 La epidemia



Thánir permanecía sentado en una silla junto a la cama. Su cabeza reposaba sobre el colchón, hecho con plumas de ganso, que su mujer había cosido apenas dos semanas atrás. Su mano apretaba con suavidad la de su hijo. Llevaba así los últimos tres días, sin comer, sin hablar, sin salir de aquella oscura habitación. Cuatro paredes con una ventana que permanecía cerrada, como queriendo alejar de aquella morada el mal que asolaba el reino de Myrthya desde hacía semanas. Pero no existía puerta o tronera capaz de parar a la Sarnitzia. Thánir estaba solo, cuidaba del único hijo que le quedaba con vida, aguardando con entereza el momento en que Ioumacu expirara su último aliento y se alejara de aquella habitación para siempre. Su espíritu se evaporaría entre los dedos de su padre sin que éste pudiera hacer nada para impedirlo.
La epidemia de Sarnitzia llegó de repente, sin avisar, sin dar tiempo a que las familias pudieran fundirse en un último abrazo. Sin duda es la peor de las enfermedades que se pueden sufrir. Altamente contagiosa, y mortal para quien la padece, afecta principalmente al sistema respiratorio. Los primeros síntomas no son diferentes a los de un resfriado; toses, estornudos, malestar general. En apenas dos días aparecen las fiebres y, de inmediato, los vómitos y hemorragias pulmonares. El dolor en el pecho se hace insoportable y la temperatura del cuerpo sube tanto que los temblores y convulsiones pueden partir huesos. La insuficiencia respiratoria llega al final, después ya no hay nada. Thánir conocía perfectamente los síntomas de la Sarnitzia. En pocos días había perdido a su esposa y a sus dos hijas mayores. Ahora sólo quedaban él y el pequeño Ioumacu, su único hijo, su niño, su vida, su pasión, por quien lo había dado todo. Con los ojos cerrados sobre aquel colchón húmedo de lágrimas de desesperación recordaba el día que nació. Hoy hacía cinco años. Qué crueles son los desvaríos del  destino, capaz de llevarse una vida el mismo día que vino al mundo. Thánir era consciente de que mañana…, mañana quedaría sumido en la más absoluta de las soledades.
Aún no había alcanzado el sol su cenit cuando Ioumacu abrió los ojos y miró a su padre. Éste se incorporó al notar como el pequeño le apretaba débilmente la mano. Los ojos del niño manifestaban ese adiós que su boca no podía pronunciar, los del padre brillaban intentando contener las lágrimas para regalar a su hijo una última mirada de dulzura y amor. El pequeño respiró profundamente y cerró lentamente aquellos dos luceros azules que nunca más volverían a abrirse. Sus diminutos dedos se escurrieron entre la mano de su padre inertes, ya sin vida.
Thánir se abrazó al pequeño llorando desconsoladamente. No podía dejar de estrechar aquel cuerpecito pálido e inmóvil. 


-Descansa ahora, hijo mío. Ya acabó todo, mi vida. Vuela libre a reunirte con mamá y con tus hermanas-, pronunció Thánir sollozando.
Luego cogió en brazos el cuerpo de Ioumacu envuelto entre las sábanas que lo habían cobijado las últimas jornadas y salió al exterior. El día era noche como consecuencia de las nubes de humo que cubrían toda la aldea. El hedor a carne quemada impregnaba el ambiente mezclado con los gritos y gemidos de dolor de los supervivientes. Los pocos que quedaban con vida deambulaban perdidos, sin rumbo, iban o venían de quemar a sus seres queridos. La razón y la sensatez habían abandonado hacía tiempo aquellas mentes desoladas. Thánir se dirigió a las afueras de la villa, dónde las autoridades habían construido grandes piras funerarias que llevaban ardiendo sin parar desde hacía semanas ya que no faltaba materia con qué avivarlas. El abatido padre caminó todo el trayecto con el cuerpo de su pequeño entre los brazos. En el camino se cruzó con otros vecinos. Gentes que conocía de toda la vida y con quienes había compartido muchos y buenos momentos. Ahora ni siquiera se miraban, no se hablaban, ya nada importaba. El sinsentido se había apoderado de la vida, la mente humana no estaba capacitada para recibir dosis de dolor tan altas.
Al llegar a las hogueras, Thánir subió por una corta escalera hasta una plataforma. Desde allí contempló las llamaradas elevándose con fuerza. El calor era asfixiante, pero el desalmado padre no sentía nada, dejó de hacerlo varios días atrás. Besó la frente de Ioumacu y, sin más contemplación, lo lanzó hacia la eternidad. Por unos instantes quedó petrificado mirando aquellas llamas.
Tras unos momentos que parecieron días reaccionó y  puso rumbo de nuevo hacia la aldea. Caminaba despacio, cabizbajo, tembloroso, el dolor del pecho apenas le permitía respirar y la fiebre alta le hacía ver borrosas las imágenes. En su extenuada mente sólo había cabida para un pensamiento:
-Ya queda menos.



Episodio perteneciente a la cronología del reino de Myrthya y ocurrido en el año 316 del Segundo Comienzo.

lunes, 8 de abril de 2013

Relato nº 8 La impostora



Al anochecer, Nóyil finalizó un duro día de trabajo y se dispuso a volver a su confortable hogar, donde su mujer lo esperaba con un plato de comida caliente y los arrumacos que sólo una complaciente esposa es capaz de dispensar. Dejó su barcaza amarrada en el tronco de un enorme árbol a orillas del río Urafga y se despidió de los compañeros, que permanecerían allí toda la noche por si llegaba algún viajero rezagado queriendo cruzar a la otra orilla. El barquero se llevó consigo el largo palo hecho de madera de roble que utilizaba para impulsar su nave de un lado a otro del río. Era el mismo que habían usado su padre y su abuelo antes que él. Demasiado valor sentimental como para dejarlo a merced de quien quisiera romperlo para avivar una hoguera en la plenitud de la fría noche. 

Camino de su hogar, Nóyil repasaba lo que la jornada había dado de sí. Sin duda fue la compañía de aquellos tres jóvenes, dos hombres y una mujer, lo que más llamó su atención. Al barquero le parecieron gente muy extraña. Uno de los hombres aparentaba ser un hechicero, o al menos la túnica con la que vestía afianzaba esa posibilidad. Además estaba lo de las hierbas aromáticas de las que tanto le costó desprenderse. No dejaba de decir que tenían poderes mágicos de curación. La mujer parecía sacada de las leyendas de los grandes guerreros. Su silueta y su belleza contrastaban con la frialdad del acero de las dos espadas que portaba en su espalda, y el tercero de ellos, bueno, Nóyil quedó bastante impresionado por el carisma que desprendía. Sus palabras eran propias de quien regenta autoridad, pero al mismo tiempo había humildad en su trato, hecho que no solían dispensar los que ostentaban poder alguno.
Mientras cavilaba en tan dispares personajes, el fornido barquero llegó a su casa, una pequeña cabaña situada en lo alto de una colina cubierta de cientos de flores de diferentes colores desde la que se podía observar durante el día la confluencia de los ríos Urafga y Kivolea. Sin duda, un bello y hermoso paraje para habitar una joven pareja de myrthyanos sin compromisos. El destino había querido que Nóyil y su esposa Aelizza aún no tuvieran descendencia, así que vivían felices cuidando el uno del otro.
Al abrir la puerta y entrar en la casa encontró a su mujer sentada junto a un caldero hirviente. 
Ya estoy en casa saludó el batelero.
Aelizza lo miró pero no correspondió el saludo. 
           — No te vas a creer lo que te traigo continuó Nóyil. Unos extraños peregrinos me han dado unas pocas hierbas aromáticas como pago por cruzarles el río. Al parecer, tienen poderes de hechicería. Son imposibles de conseguir en toda Myrthya y…
¿Las tienes? lo interrumpió la mujer con un tono seco y cortante.
Sí, claro respondió titubeante y extrañado Nóyil. ¿Estás bien? ¿Ocurre algo?
¡Dámelas! volvió a pedir Aelizza de manera exigente y grosera.
El barquero tendió su mano y se dispuso a acercar una pequeña bolsita de cuero hacia su esposa. Cuando ésta levantó la mirada, Nóyil comprobó con horror que aquellos ojos situados en el rostro de su mujer no eran los de Aelizza. Tiró las hierbas y dio un paso atrás tropezando y cayendo sobre una pila de leña. Varios troncos rodaron cubriendo el suelo de la cabaña y un brazo de piel blanquecina asomó por debajo de las maderas apiladas. El barquero comenzó a quitar el resto de troncos con desesperación para comprobar que el cuerpo que había allí escondido era el de Aelizza.
¿Pero? ¿Entonces, quién eres…?
Nóyil no pudo decir más ya que sintió como una especie de humo envolvía su cabeza dejándolo sin fuerzas y obligándolo a caer de nuevo contra los troncos, junto al cuerpo de su esposa. Incapaz de mover un solo músculo de su cuerpo, poco a poco fue perdiendo la conciencia. Antes de quedar completamente sumido en el mundo de la imaginación, pudo escuchar distorsionados retazos de una conversación:
¿Las tenía?
Sí, sin duda son las que portaba Melandrón. Prepararé el conjuro y sabremos en el punto exacto en el que se encuentran en estos momentos.
Bien, apresúrate. Debemos impedir que Asúrim llegue a Kalandrya.
Descuida, una vez conozcamos dónde descansarán mañana, no me resultará difícil hacer que beba el brebaje que voy a preparar. Al fin y al cabo puedo ser quien quieras que sea. Cuando la blanca luna gobierne los cielos dentro de dos noches, ya no habrá que preocuparse más del príncipe de Myrthya